Tras la presentación institucional, que por cierto fue un coñazo, dieron una copa, un cóctel que llaman ahora los horteras vestidos de limpio. En aquel sarao posterior detuve un momento mis pasos por ver si con una cerveza conseguiría deglutir el pestiño con que nos ... habían deleitado poco antes.
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En esas estábamos un reducido grupo de colegas cuando -no sé cómo- se nos coló en el corrillo un plasta de manual, quiero decir, un tipo encantado de haberse conocido, un converso a la corrección política y al veganismo dispuesto a vendernos su moto de buenismo y alimentación saludable. Sí, uno de esos trepas en cuya empanada ideológica rige como primer mandamiento el apostolado vegetariano, el de la lechuguita, el tofu, la quinoa, el kéfir de coco (¡pobrecitas palmeras a las que desalmados arrebatan su prole!). Sí, uno de esos zotes que al menor descuido acaparan la conversación y te dicen cómo tienes que llevar la vida. Sí, uno de esos gachones/as que denuncian anatemas y pontifican sobre el 'modus vivendi' que se lleva con su mezcla de leyenda negra colombina, ecologismo de saldo y alma caritativa fusión de Gandhi y Madre Teresa de Calcuta. Sí, uno de esos animalistas a rabiar que se muestran indulgentes con esos mastines que el otro día en Zamora, dieron muerte a dentelladas a una enfermera que paseaba tan ricamente por un camino rural.
Desde su entusiasmo de barriga agradecida a la ubre política que paga sus facturas y, de paso, proporciona nómina a él y a su parentela, aquel tipo ofició de sumo sacerdote con la autoridad que le otorga su presencia en las pomadas provincianas. Desde su barnizada palurdez se mostró muy contrariado porque este año no se ha visibilizado lo suficiente que en octubre se celebra el Día Internacional del Vegetarianismo, y que al menos ese día la dieta de la población mundial debería aquietarse al menú lechuguino, y que encima -por si fuera poco- en nuestro país llevamos unos años con un preocupante descenso del número de acólitos vegetarianos.
Como es de imaginar, hice lo imposible por no mandarlo al carajo (mi código educacional restringe esa saludable práctica incluso cuando se te pone delante un zoquete), y opté por el socorrido recurso a que tenía prisa; cuando lo que de verdad tenía era un incipiente dolorcillo de cabeza provocado por los soporíferos parlamentos de la presentación precedente y del interfecto.
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En fin, me dejé casi entera la cerveza y a duras penas logré meter entre pecho y espalda una lonchita de jamón y medio montadito de ternera, siempre bajo la reprobadora mirada de aquel repentino interlocutor convertido en baluarte de la corrección política que hoy se despacha.
Por el camino de vuelta a casa fui pensando en las almas de tantas reses que me contemplarían desde su paraíso vacuno, incluso porcino. Exquisitos cadáveres, sin duda, cuando son tratados como lo que son y sirven al fin proteínico de los omnívoros. Cosas del yugo humano.
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