Un café en Granada
Tarde con Fernando de Villena y Juan Chirveches
José Antonio Cordón
Lunes, 24 de marzo 2025, 23:36
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José Antonio Cordón
Lunes, 24 de marzo 2025, 23:36
La tarde en la Plaza de Mariana Pineda avanza con su parsimonia habitual, entre el rumor de los paseantes y el tintineo de las cucharillas ... en las tazas de café. Sobre nuestras cabezas la luz se va tornando más densa, con ese dorado oblicuo que Granada destila en las últimas horas del día.
Sentados en la terraza, Juan Chirveches, Fernando de Villena y yo nos dejamos envolver por la languidez de la conversación, ésa que se desliza con la misma naturalidad con que la brisa arrastra las hojas por el empedrado.
Chirveches, delgado, con el rostro entre tranquilo y escéptico, sonríe con ironía. Tiene la expresión de quien ha librado muchas batallas y no siempre ha salido triunfante. Su mirada serena, como la de Fernando, tiene la cualidad de los poetas: esa capacidad de atrapar el mundo en fragmentos de belleza, de transformar la realidad en palabras que el tiempo hará suyas. Pero en él hay un matiz diferente: una tolerancia que viene del desencanto, de saber que la vida pocas veces permite la victoria completa.
Fernando, en cambio, carga con su inteligencia como con un fardo indeseado. Su rostro, prematuramente envejecido, está marcado por una expresión resignada, por la fatiga de quien ha sentido y sufrido en exceso. Su mirada, profunda y melancólica, parece contener la memoria de todas las injusticias del mundo, como si cada palabra que pronuncia llevase consigo el peso de la historia.
«Occidente se suicida» —dice Chirveches, dejando la taza sobre el platillo–. Por primera vez, el imperio ha decidido dinamitarse a sí mismo. En otro tiempo, la amenaza venía de fuera, ahora viene de dentro. Se niega su propio legado, sus propios valores. La corrección política, el antirracismo revanchista, la reescritura de la Historia… todo está al servicio de una narrativa de culpa perpetua.
«La historia siempre la reescriben los vencedores» —responde Fernando con voz pausada, cansada—. Y los vencedores de hoy no son los pueblos ni los ciudadanos, sino unos pocos que manejan el mundo como un tablero de ajedrez. Los mismos que deciden qué guerras son condenables y cuáles deben ser ignoradas. Hace una pausa y suspira, como si su pensamiento le doliera en lo más profundo.
La conversación ha derivado hacia un territorio sombrío, como si la misma Granada, con su historia de exilios y sangre, reclamara su derecho a ser testigo de nuestra indignación. Fernando de Villena, con los ojos velados por una tristeza sin fecha de caducidad, se mantiene en silencio por unos instantes. No es el silencio de la duda, sino el de quien sabe que todo lo que va a decir es inútil, porque la verdad no es un arma contra la barbarie, sino apenas un gesto de resistencia condenado a ser ahogado por el estruendo de las bombas.
«Nada de lo que digamos cambiará el destino de los muertos» —murmura al fin—. Nada devolverá a los niños enterrados bajo los escombros, ni a las familias que han visto cómo su mundo se desmoronaba en un instante. Pero al menos podemos negarnos a ser cómplices del silencio.
Chirveches asiente, con su habitual escepticismo templado por una rabia fría. Sabe que el mundo está gobernado por quienes hacen y deshacen a su antojo, por quienes convierten la historia en una farsa de justificaciones, por quienes otorgan a la matanza el disfraz de la estrategia geopolítica.
Fernando se reclina en la silla, con los ojos clavados en el aire de la plaza. Su gesto, el de un hombre que ha leído demasiada historia, que ha visto repetirse los mismos crímenes con distintos nombres, con la misma impunidad:
«He dejado de creer en la posibilidad de que el mundo aprenda» —murmura. Los imperios se construyen sobre cadáveres. Es su naturaleza. Pero lo que más me duele es que incluso quienes podrían rebelarse contra esta barbarie han sido domesticados por la comodidad, por el miedo, por el cinismo.
«Siempre ha sido así. La historia, como decía Fernando, la escriben los vencedores. Y los vencidos sólo aparecen en las notas al pie».
La frase queda suspendida en el aire. Hay un instante de silencio en la mesa, un silencio cargado de aceptación amarga.
«No solo la política está dominada por unos pocos» —continúa Fernando, con la mirada fija en el centro de la plaza—. La literatura también. El mundo editorial es un coto cerrado, donde los que deciden quién publica y quién no son los mismos que dictan las modas, los gustos, las corrientes dominantes. Y el escritor que se resiste a entrar en el juego, que no comulga con la ideología de turno, queda fuera. No importa su talento, su voz, su originalidad. Publicar es un privilegio, no un mérito.
Chirveches sonríe con escepticismo.
«El arte siempre ha sido un terreno de poder. La diferencia es que antes la censura venía del Estado o de la Iglesia, y ahora viene del mercado y de la opinión pública. Es peor, porque no tiene rostro, no tiene centro. Te pueden silenciar sin que nadie lo ordene explícitamente. Es un linchamiento difuso, espontáneo, donde todos participan y nadie asume la responsabilidad».
«Las redes sociales han dado la puntilla» —digo, uniéndome a la conversación—. Son la inquisición moderna. Han convertido la cultura en una serie de bandos enfrentados donde importa menos la verdad que la lealtad a una causa. Si te desvías del guion, eres condenado.
«Y en medio de todo esto —dice Chirveches, recostándose en la silla—, Europa sigue sin entender lo que está pasando. El Viejo Continente quiere ser herbívoro en un mundo de depredadores».
Fernando deja escapar una breve risa, sin alegría:
«Europa ha renunciado a su propia voz. Ya no cree en nada. Todo lo somete a revisión, todo lo cuestiona, pero no propone alternativas. Se ha convertido en una cultura de la culpa, de la expiación sin redención. Y cuando una civilización deja de creer en sí misma, el final es sólo cuestión de tiempo».
Chirveches asiente, con ese gesto suyo que mezcla ironía y aceptación.
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