El ruido está en nuestras vidas desde siempre. Todo lo que ha necesitado manifestarse de manera extraordinaria, todo lo que ha necesitado destacar por encima de lo ordinario, todo sustrato violento nacido con vocación avasalladora y de destrucción del otro, ha contado con el ruido, ... en sus distintas manifestaciones, como aliado. De ahí que quien quiera tener la razón absoluta, grite; que quien pretenda imponer su criterio, grite; que quien quiera dar a conocer sus actividades y actos lo haga con pirotecnia; que quien desee demostrar que es el más cretino utilice petardos para la llamar la atención sobre su cretinismo; que quien quiera que se aprecie que se está divirtiendo más que los demás, cree ruido. Por lo general, siempre ha sido así. Y lo sigue siendo, cada vez más, si cabe. Pero eso no significa que el ruido, sobre todo el intolerable, no sea una anomalía que hay que evitar y erradicar por muy instalado que esté en nuestra cultura. Son muchos los expertos quienes lo dicen y cada vez son más las normas y medidas –muy insuficientes aún– para erradicarlo por parte de las instituciones, curiosamente, las mismas que lo producen (véase el caso de la pirotecnia en las actividades festivas municipales).
Además, a medida que la sociedad avanza contamos con más conocimiento sobre sus efectos perniciosos. De hecho, todos los estudios sobre el ruido se hacen con la intención de erradicarlo o disminuirlo y ninguno existe sobre sus efectos positivos. Sabemos ya, por ejemplo, que muchas personas sufren de ligorofobia y que determinados grupos de población, por sus características sensoriales o de edad, son incompatibles con el ruido. Sumado a esto, cada vez es más común que los domicilios integren en el seno familiar mascotas, que por su alta capacidad auditiva y vibracional son más sensibles a los decibelios producidos por la pirotecnia y los petardos, existiendo casos de verdaderos ataques de ansiedad y de pánico e, incluso, algún que otro para cardiaco, por no referirnos a los que huyen descontrolados y acaban desorientados o atropellados por algún vehículo. También sabemos que los animales que cuentan con la maravillosa cualidad de poder volar son afectados por las detonaciones y las luminarias propias de la pirotecnia (de hecho, no hay recuentos públicos de los que fallecen tras una exhibición de pirotecnia), y no es necesario ser experto en ciencias medioambientales para admitir que las miles de toneladas lanzadas al espacio respirable no es lo que se aconseja como lo más sano, sin olvidar que en determinadas ocasiones la pirotecnia ha dañado arbolado y espacios verdes. Pero, para que no se acuse a quien esto firma de meramente animalista, con la relación a la pirotecnia, esto no ocurre tan solo a los animales, sino a muchas personas con problemas sensoriales, como antes se indicaba. En este sentido, es incomprensible la indolencia de los municipios en sus manifestaciones festivas, que siguen anunciando sus actividades con el estruendo de la pólvora, probablemente necesaria en otros tiempos, pero no en los actuales, en una sociedad hiperinformada gracias a los medios de comunicación, las redes sociales e internet.
Pero volviendo al ruido en general, siendo la pirotecnia y los petardos, quizá, las opciones más desagradables, pero no las únicas, decía, que está instalado en nuestra cultura. Pareciera que nada importante se pueda manifestar si no es haciendo el mayor ruido posible. La mayoría de las celebraciones sociales colectivas o individuales que se organizan en nuestras ciudades y pueblos exceden los decibelios permitidos, que en las condiciones normales cualquier experto desaconsejaría. Lo grave es que cada día, sin importar que sea un día ordinario o festivo, estas manifestaciones están presentes. Quién no se ha ido a la cama con la necesidad de madrugar para acudir a su puesto de trabajo y al poco ha despertado por ruido de motores, conversaciones a gritos en la terraza de algún bar del parque de abajo, niños gritando sin control de los padres, la verbena del barrio o del pueblo de al lado, el vecino irrespetuoso… Ante esta presencia del ruido en nuestras vidas, quien no lo busca ni lo desea se siente inerme, sobre todo cuando mira a su alrededor y nada escapa a su presencia, siendo su frustración aún mayor cuando comprueba que las instituciones, los ayuntamientos principalmente, son opacos a estas quejas, si no favorecedores de que exista, como se exponía más arriba. No es fácil su erradicación, pero es fundamental comprender que el ruido que supera los niveles tolerables es una lacra social y es necesario hacer todo lo posible para su disminución y eventual erradicación; además, es una lacra social que no sólo mina la salud de personas y animales, sino que también afecta a la convivencia social (y hay que admitir que eso tiene mucho que ver mucho con la educación de cada individuo). ¿Cuándo comprenderán esto las instituciones?
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