El mundo de la creación musical es complejo, plagado de accidentes en una escalada interminable. Quien no practica la composición arduamente nunca llegará a comprenderla en profundidad. Un tanto similar sucede con la interpretación, que además sufre la decepción de no poder conseguir la anhelada ... versión definitiva, pese a que la carrera vaya jalonada de éxitos continuados. Habrá versiones inolvidables o grabaciones logradas, pero nada más. No existe la perfección en un empeño que no permite la unicidad. Y por añadidura, está sometida al criterio de cada momento y a imprevisibles circunstancias. Saben los llamados divos que están en una titánica lucha continua de repetir y repetir a ver si se alcanza no se sabe qué. Es más, un día brilla su actuación y al siguiente, con la misma obra, el paisaje sonoro se nubla. Sin embargo, la composición musical es un reflejo del Universo: no tiene límites. El fracaso deberá ser el punto de partida antes de iniciar la obra con pretensiones de alcanzar el grado inaccesible. Por lo cual, nadie está capacitado para decir que una composición es perfecta o inmejorable. Sí obra maestra, aunque haya compositores que traspasen esta frontera creyendo ciegamente en el 'génesis' de su propio cosmos sonoro.

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Sin compositor no hay intérprete. Con frecuencia ambas profesiones coinciden en la misma persona. Primero está el compositor, que ha de soportar la frustración de no poder llevar a cabo el proyecto deseado y que soñó ser casi dios en una creación imposible, confiando en que un análisis de la obra podría sentenciar la perfección. Pero es que en la composición todo no se puede analizar, por mucha autoridad que tenga el entendido en la materia, parcialidad de su mente aparte.

Dicho esto, conviene subrayar que los conciertos son en esencia una notable aproximación a las obras, más allá de la memoria que se pueda tener del discurso sonoro, para emitir juicios sobre una interpretación que escapa a las reglas del compositor pues no pudo ni podrá fijar en la partitura normas 'concluyentes' supeditadas a la calidad de los intérpretes y los instrumentos, el estado de ánimo, la acústica, los fallos… Por consiguiente, es fácil entender que la arrogancia no sea bienvenida en este objetivo irrealizable. Es conocida la anécdota de un director invitado que incluyó en el programa 'La Mer' de Claude Debussy. El titular de la orquesta asistió al concierto. Cuando finalizó, le preguntaron qué le había parecido: «¡Magnífico! Sólo me falta una cosa: Debussy». Según Richard Strauss, «la dirección orquestal es asunto difícil. Hay que tener 70 años para darse plenamente cuenta de ello».

Ocasionalmente he imaginado un concierto con gafas de eclipse para que el gesto del intérprete, demasiadas veces convertido en compañero de la música, no sea motivo de distracción o impida percibir lo que realmente distingue a un gran músico y que podría resumirse con esta expresión de Blaise Pascal: «El silencio eterno de los espacios infinitos me sobrecoge». El compositor, principalmente, es consciente de que lo grandioso no es el 'resultado', sino la 'búsqueda'. Es intentar escudriñar y palpar en la misteriosa oscuridad interior, «como ciego en un laberinto» (Gyorgy Ligeti).

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Dijo Miguel de Unamuno que «la idea es algo sólido, el pensamiento es algo fluido, cambiable, libre, un pensamiento se hace de otro; una idea choca con otra». La música es un cúmulo de ideas aliadas de la razón y el corazón. Y los pensamientos de vez en cuando son cañonazos que turban la atmósfera del mundo de las ideas.

La ética que acompaña a la labor artística recuerda que la 'imago personae' es análoga a la del sol en nuestro meridiano que, salvo varios meses, las noches son más largas que los días. La fugacidad de las portadas de la prensa, la debilidad de la memoria, la acumulación de información, las euforias de sentirse estrellas ignorando que se apagarán más pronto que tarde, o que quizás estén ya apagadas, son suficientes argumentos para rechazar engreimientos.

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Por cierto, resueltamente estoy aprendiendo a preguntar y a olvidarme de afirmar. Ludwig Wittgenstein sabía de esto y también de los sobrados de opinión y faltos de reflexión. ¿Que la vanidad degrada al artista? Pues claro. Es lógico que, sabedor de sus continuos 'fracasos', se apoye intensamente en razonamientos rigurosos, sin resplandores ficticios. La soledad no asumida es el final de quienes ambicionan posteridades perpetuas. Sería conveniente añadir que el disfrute de una buena música, sin apellidos, es libérrimo, y nadie está facultado para indicar en qué instante la emoción ha de entrar en escena.

Viene a mi memoria el pianista Esteban Sánchez, ajeno a los elogios de los especialistas internacionales. «Como hombre entrañablemente bueno rehuyó cualquier vanidad; como intérprete, poseía un virtuosismo trascendente y poderoso» (Enrique Franco). En una entrevista manifestó: «Diga usted que mi mayor ilusión es dar conciertos en Extremadura, para que me conozcan en nuestra tierra. Dígalo, sí, que es verdad». Con independencia de que se perdiesen recitales memorables con tal actitud, en compensación, un espejo de plata quedó en los anales de la ética musical. La calidad de un artista no se mide por el 'éxito' en sí mismo ni por el eco que provoque en los medios de comunicación, dijo el compositor y director Peter Eötvös.

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