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Me cautiva la dirección orquestal austera que se doblega ante una potencia interior capaz de hacer convivir pianísimos etéreos con estruendosos fortísimos, océanos de sonidos en calma que se rompen en tempestades grises, brisas de armónicos que se abrazan a furiosos tutti con el eco ... de una robusta percusión. Igual que sucede con la naturaleza, que en innumerables ocasiones camina desatada.
La dirección debe ser comunicadora de ideas desde la gestualidad, acompañada de vivas sugerencias que no distraigan sino que lleven en volandas el discurso sonoro. Como la insinuación de sendas al pensamiento musical y los sutiles códigos de Carlos Kleiber, sin marcarles el paso.
Con relativa frecuencia los gestos directoriales atenazan la música, que encadenada suplica que la dejen volar aunque vaya tutelada. El genuino director de orquesta derrocha instinto musical que podría resumirse en la tríada que propone el divulgador científico Philip Ball: «Escuchar, pensar y vivir la música».
Por lo común, la opinión del entendido suele ser enriquecedora, si bien no siempre interesa la crítica centrada en comparaciones o vivencias personales, entre otras razones porque el compositor ha dudado, ha cambiado de criterio o ha errado en sus cálculos y pronósticos; y además, la música, rebelde por naturaleza, no se deja atrapar por sesudas investigaciones, y menos por reflexiones arrogantes. La música se hace, se encarna, y nunca de la misma manera, cuando se interpreta: misterio de un arte cuasi divino. Causa admiración que cuando es llevada por algunas manos se produzca una transfiguración que escapa a toda expresión que no sea el eco de un silencio que emula al del Universo. No se cuestiona que ningún músico esté en posesión de la realidad musical, pero es innegable que hay intérpretes que revelan verdades inaccesibles para la mayoría de nosotros. Es lo que sentí ante el podio de Klaus Mäkelä en el Palacio de Carlos V.
Nuestro ego más visceral no es el mejor consejero de la música, ni de la vida. Por lo que conviene, lo mismo que en la película 'La delgada línea roja', suplicarle: «Ayúdame a abandonarte» –sin dejarlo–, para emprender el comprometido viaje a un lugar comparable al del poeta granadino Soto de Rojas –«Paraíso cerrado para muchos, jardines abiertos para pocos»–, y encontrar la 'isla' alejada del desconcertante continente.
El intrincado mundo de la música, al ser de alguna forma fruto de una tarea 'sobrehumana', nos supera. Por eso, aprender y desaprender es nuestro reto diario, conscientes de que la música, que nació y creció en corazones 'humanos', emprende vuelo liberándose de ellos, mas sin renunciar a su cuna. Desde la frivolidad que incordia a algunos músicos cabe preguntarse: ¿Por qué tan 'divinos' siendo tan 'humanos'? ¿Por qué tan creídos siendo tan descreídos? ¿Por qué ansias de gloria con pies de barro? Demasiados simulacros de Fénix de triunfos imaginados acaban como escribe mi poeta de guardia Ida Vitale «(…) cayendo / hacia la tierra, / entre sombras / de vuelos de ceniza. / Y no vimos latir / ala ninguna». La vía de la genialidad, con cuyo proyecto se nace, se consigue transmitiendo ideas e impulsos que amplíen la profundidad del paisaje sonoro. El genio no se define. Es. No necesita presentación para provocar asombro. Los probados 'everets' de la dirección orquestal, influidos por batutas maestras, van generando cordilleras de variable altura con pretensiones de rozar la excelsitud celeste.
Por desafiar a los dioses robándoles el fuego, Prometeo fue condenado. La música nace encadenada a la roca de la partitura por robar fuego divino. El papel del gran director es saber liberarla de sus grilletes; pero no de todos. Jamás lo conseguirá. Es un perpetuo castigo.
La dirección de Mäkeläs hace lo difícil, fácil; lo complejo, sencillo, y lo común, extraordinario. Con vigor y transparencia otorga personalidad y sonido a la orquesta. Excepcional comunicador, mantiene una distante cercanía y una cercanía distante. Su sorprendente podio habla del prodigio de un músico tocado por la genialidad. He seguido la meteórica carrera del violonchelista y director Mäkelä por las emisiones de sus conciertos. Su pasión genera singulares movimientos vehementes; no al contrario, con miméticas superficiales. Cuando por primera vez lo vi salir a escena, indiferente a pasos briosos, con aire de despistado y aspecto de no saber qué ni a qué orquesta iba a dirigir, me pareció un 'niño' gigante en madurez, ajeno a la inautenticidad, sin ánimo de encumbramientos, a pesar de ser ya cumbre.
Todo esto pasaba por mi mente mientras Mäkelä y la Orchestre de Paris–Philarmonie dirigían sus sonidos al cielo de Granada, pleno de 'estrellas' titilando en la noche, y contemplando su humilde grandeza surgía el deseo general de aplaudir, de espaldas a retorcidos celos o afanes de nada. Klaus Mäkelä y la orquesta, de la mano de Stravinsky, Debussy y Mozart, fueron abrazados por el granadino Palacio Imperial.
En este tiempo de demencia intelectual y colectiva, de asaltos y traiciones a la llamada excelencia, de celebradas apariencias, de falsos mitos o medias verdades y de afinaciones desafinadas, podios de honor allanan caminos de esperanza. Siguen aumentando las 'estrellas' en el cielo de Granada. Una es la de Klaus Mäkelä, que me recuerda la sentencia del 'Cantar de Mio Cid', que me permito glosar: «¡Dios, qué buen director si 'oviesse' buena orquesta social!».
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