¿Para qué leer a Azorín?», me he preguntado durante estos meses en los que, celebrando en solitario el 150º aniversario de su nacimiento, he vuelto a sus escritos. Me ha interesado ahora su obra crítica. No tanto por la imagen que nos transmite de ... los clásicos sino por indagar en su propia actitud lectora.

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Azorín es un apasionado lector que enseña a 'saber leer' al más avezado y cómplice lector. Él confiesa: «Leo por placer, y no por enterarme de las cosas, no por atesorar erudición». Este placer lo empuja a ejercer una impecable libertad ante la palabra ajena, no solo por lo que le incita a fabular (sobre cualquier personaje cervantino, por ejemplo), como por el deleite que le provoca el sereno paladeo de un estilo certero o el reencuentro con un verso maravilloso. La lectura impone su 'tempo'; y, al nutrir la introspección, ensancha la conciencia y, por tanto, la vida. «El pensamiento hace la grandeza del hombre», sentenció su admirado Pascal. De aquí que, para el maestro Azorín, el «reino del mundo está en el espíritu». En consecuencia, la «idea manda la materia». Y a continuación nos sugiere: «Por encima de un concepto bestial de civilización ―vertiginosidad, máquinas, fábricas― pongamos la delicadeza, el sentido de la justicia, el amor. Pongamos el espíritu».

En 'Los dos Luises', mientras lee junto a su mesa de trabajo, escucha por la ventana el llanto de un niño. Azorín salta, entonces, de la página impresa a la realidad cotidiana. Es decir, imagina, especula, fantasea. En definitiva, como él mismo reconoce: «navega». Nada hay más humano que el pensamiento. Nada humaniza más al ser humano, ni lo protege mejor de su propia visceralidad, que la expresión artística del pensamiento.

En un mundo obnubilado por el hábitat digital, por una inteligencia cada vez más artificial, la legislación educativa ha institucionalizado que «saber leer hoy implica también navegar y buscar en la red». Navegar ya no es solo lo que urdía Azorín ante un libro o mientras escuchaba los ruidos de un patio de vecinos. Cuando una rauda descodificación de mensajes o el simple hábito de «seleccionar información» se identifican también con el singular acto pensante, moroso y hasta gozoso, de la lectura, la pregunta del principio se adentra de inmediato en el lado oscuro de la fuerza. Cobra un sentido tan alarmante que me provoca cierta inquietud: ¿para qué leer ahora a Azorín? ¿Para qué Garcilaso, Cervantes, Galdós o Lorca?

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