Las grandes películas, independientemente de lo que hayan sentenciado este año los Goya, siempre nos reclaman volver a ellas. Cuando hace unos meses vi, en el mismo día de su estreno, 'Cerrar los ojos', de Víctor Erice, me llamó la atención la preponderancia de los ... diálogos, el uso ejemplar del plano contraplano, la merma de sugerencias 'poéticas' y la moderada presencia de ese esteticismo pictórico tan presente en obras anteriores. El guion del propio Erice, en colaboración con Mikel Gaztambide (habitual de Enrique Urbizu), hacía prevalecer lo narrativo, desarrollaba de manera impecable una compleja intriga que ahonda en el misterio y hasta daba rienda suelta al más feroz melodrama en una secuencia culminante. Me encontré, pues, con un Erice renovado pero no distinto, ofreciéndonos una obra a la que no falta ni sobra un plano.
Tras la gala de los Goya (tan reivindicativa como amnésica, muy aburrida y algo tontuela), me propuse ver de nuevo 'Cerrar los ojos' en su hábitat natural, esto es, en la sala Madrigal. Volví, entonces, a comprobar que Erice es capaz de modificar, o mejor, modular el estilo para intensificar sus destrezas más genuinas. A pesar de las diversas referencias internas a su propia trayectoria cinematográfica, de ningún modo elabora un ajuste de cuentas con proyectos inacabados o no emprendidos, sino que culmina una magistral trilogía que se completa con 'El espíritu de la colmena' y 'El Sur'. Manteniendo su habitual independencia irreductible frente a la industria, nuestro cineasta va construyendo una filmografía (cortos incluidos) de una absoluta coherencia interna, y, en consecuencia, continúa desarrollando la máxima de Robert Bresson: «El cine no es un espectáculo, es una escritura». Una escritura que, en su caso, plasma, a través de certeras imágenes, la belleza que encierra la realidad, el peso inexcusable de la memoria, los amores extraviados y, en definitiva, los enigmas de la conciencia.
En este caso, el director de una película ('La mirada del adiós'), de la que existen sólo dos secuencias, busca al actor protagonista que, durante el rodaje, desapareció en extrañas circunstancias sin dejar rastro. A partir de aquí se va urdiendo un emotivo canto a la amistad como pocas veces hemos presenciado, auténtico motor de toda la historia, así como una reflexión sobre el cine mismo; y especialmente sobre el pasado y su vinculación con la identidad personal, esto es, con el alma, tal y como afirma el psiquiatra (Juan Margallo) en una secuencia crucial. Las canciones (hermoso el homenaje a Howard Hawks), junto con las cajitas, las fotos, las postales, un libro o un sencillo nudo marinero, sirven para entrelazar entre sí a los personajes, que hablan del envejecimiento, el asunto esencial que hay que asumir 'sin esperanza ni temor', y que lo hacen con la misma naturalidad y melancolía con que abordan o recuerdan los días felices, las heridas sin cicatrizar o los amores perdidos junto al fuego, bajo la lluvia que, como afirmó Borges, «es una cosa que sin duda sucede en el pasado».
De todo ello se desprende esa especial humanidad, carente de sentimentalismo, que Erice fija mediante un clasicismo renovador, que se traduce en una puesta en escena transparente, ajena a retóricas impostadas: planificando a la altura de la mirada, sin apenas mover la cámara, y con su habitual y sutil tendencia a la simetría en el encuadre. Como ocurriera en 'Viaggo in Italia', de Rossellini, al final de la película también nos encontramos con el indescifrable rostro del milagro, con otra hermosa epifanía que contribuye a que el espectador salga transformado de la sala. La pureza de las imágenes, tanto las que se proyectan en el clausurado 'Lecrín Cinema' como las que contemplamos en la gran pantalla, refutan la frase puesta en boca de un Mario Pardo inigualable: «No hay milagros en el cine desde que murió Dreyer». Erice, brindando a los actores unas interpretaciones memorables (Manolo Solo, José Coronado y Ana Torrent), nos obsequia con su propio milagro, aquel que emana de la secuencia final y prende dentro de la conciencia del espectador como un deslumbramiento.
Esta vez, la Academia se ha rendido ante el confort de la ortodoxia. Ha premiado, generosamente y con evidente corrección, a la industria y al aparataje técnico. 'Cerrar los ojos' ha quedado ausente de los galardones principales, acaso porque películas como ésta miran con sigilo hacia el futuro y quedan lejos de los artificios y las alharacas de nuestra época, logrando que triunfe de manera radical la auténtica emoción, el milagro y, por tanto, el Cine, al margen del consumismo y de los Goya. En estos tiempos que corren la heterodoxia y la independencia, como todo, tienen un precio.
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