Bien es sabido que, desde hace ya varias décadas, fabricantes de productos diversos diseñan sus mercancías para que fallen a medio plazo; para que, de un modo prematuro, dejen de ser útiles al propósito para el que fueron creadas. Y ello contra la conveniencia de ... los consumidores y también, sobre todo, contra la salud de nuestro sufrido medio ambiente. Vehículos a motor y electrodomésticos varios se nos vienen a la cabeza cuando intentamos explicar esta presunta intencionalidad de determinados empresarios, únicamente interesados en que la rueda consumista no solo no pare, sino que acelere su alocada velocidad.
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Pero a mí estos días de puente festivo civil y religioso -por ese orden- se me vienen a la cabeza otros productos humanos cuya obsolescencia, aun no estando marcada para una fecha concreta, si se aprecia con claridad de un modo progresivo. Y no, no piensen que me voy a referir en esta pieza a la religión, cuyo desfase en el siglo XXI es tan clamoroso que, dadas las guerras que por ella se siguen declarando, merecería, más que palabras, algunas collejas con la mano bien abierta en determinados cuellos. Más arriba de los cuales se distribuyen unos cuantos millones de neuronas desperdiciadas para justificar el horror en sexos inmaculados o en purísimas concepciones.
Más bien, aludiré aquí a nuestro ordenamiento jurídico y a los cimientos sobre los que este ha sido construido los últimos cuarenta y cinco años. Que se dice pronto. Quizás, el periodo de tiempo en el que, de un modo más prolongado y sin apenas altibajos, hemos vivido en paz y prosperado como sociedad de un modo transversal. Además, abandonando el vagón de cola de las democracias continentales para impulsarnos hasta llegar a ser, en muchos aspectos, la locomotora de una Europa plural y comprometida con la igualdad, la libertad y el respeto por el medio ambiente.
Sin lugar a dudas, buena parte de ese mérito es achacable a la Constitución que nos dimos en 1978. A aquel consenso que nació del perdón entre españoles, de una amnistía a los muchos y graves pecados del régimen franquista y de un reconocimiento a quienes lucharon por la libertad en tiempos en los que tal osadía podía costar el destierro, la tortura o la muerte. Años decisivos de nuestra historia moderna en los que, recordemos, se legalizó el Partido Comunista de España, que entró en la Cortes personificado en Dolores Ibárruri 'Pasionaria', Santiago Carrillo o Rafael Alberti. Un esfuerzo colectivo que fue materializado negro sobre blanco por los llamados 'padres' de nuestra democracia moderna: Gabriel Cisneros Laborda, Miguel Herrero Rodríguez de Miñón, José Pedro Pérez-Llorca, Gregorio Peces-Barba, Miguel Roca, Manuel Fraga y Jordi Solé Turá; 3 representantes de Unión de Centro Democrático (UCD), 1 del Partido Socialista Obrero Español (PSOE), 1 del Pacte Democràtic per Catalunya –al que el PSOE cedió uno de sus dos puestos-, 1 de Alianza Popular (AP) y 1 del Partido Comunista Español (PCE).
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Pero este casi medio siglo ha sido tiempo suficiente para que la práctica totalidad de españoles y españolas que votaron el referéndum constitucional hayan llegado ya, como mínimo, a la edad de jubilación; y que casi cuatro de cada diez de nosotros y nosotras haya nacido después de su aprobación. Datos que justifican, de un modo racional, una puesta a punto urgente para que la Carta Magna responda con la fuerza que le es exigible a los profundos cambios que la sociedad ha experimentado desde entonces y, sobre todo, a los retos que nos plantea el futuro. Para lo cual es muy necesario imbuirnos de aquel espíritu de concordia, de aquella lección de mesura y consenso que nos dieron aquellos grandes políticos, para afrontar los cambios profundos que necesita nuestra Constitución Española. Que no solo han de quedarse en el sexo del Jefe o la Jefa de Estado o la terminología con la que se alude a las personas con discapacidad.
Además, con la solidez necesaria para que esa mano de chapa y pintura nos dure otro medio siglo. Por lo tanto, que se lleve a cabo con los mejores materiales. Desechando las políticas cortoplacistas y los recursos barriobajeros del populismo extremista. Mirándonos las unas y los otros, si no con amor, sí con cariño y respeto. Independientemente de nuestros múltiples sentimientos identitarios, que no son más que parte de nuestra gran riqueza cultural. De nuestro modo de ser, al fin y al cabo, tan genuinamente español.
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