Doña Autónoma está exultante. Ha parido de nuevo, cuarenta años después de su primer alumbramiento, y está más lozana que nunca. Primero fue la LRU (Ley Orgánica de Reforma Universitaria), en 1983; después la LOU (Ley Orgánica de Universidades), en 2001, y, ahora, la LOSU ( ... Ley Orgánica del Sistema Universitario), viva encarnación de la autonomía universitaria. A la tercera no podía ir la vencida. Doña Autónoma jamás se ha dejado preñar por ningún ministro. Lo suyo es la partenogénesis; embarazarse a sí misma, como las hembras de dragón de Komodo. Ningún Gobierno se ha atrevido a proponer una reforma a fondo de la Universidad española. Sobre el papel, buenas intenciones, pero todos los intentos reformadores han tropezado con la misma piedra. Me refiero al corporativismo y a la errónea concepción de la autonomía universitaria, que Sosa Wagner ha definido como «maleta de doble fondo por la que ha entrado mucho material de contrabando en la Universidad». En efecto, la autonomía universitaria, alejada de su fundamento constitucional, ha sido la fuente principal de los yerros cometidos por el legislador en detrimento de la gestión profesional y el reinado de la meritocracia y de la excelencia en la Universidad española.
José María Maravall (ministro en el primer Gobierno de Felipe González) y Pilar del Castillo (ministra en el segundo gobierno de José María Aznar) se toparon con doña Autónoma. Lo mismo le sucedió al exministro Manuel Castell, quien proyectó una reforma con la que pretendía hacer frente a «20 años caóticos de escasez, desorganización y semilegalidad en los campus». Castell temía, con razón, que la gestación, iniciada en 2020, no llegara a término, ante el veto de los rectores, el desencuentro con diversos colectivos de la comunidad universitaria y la amenaza de movilizaciones. Reposo, reposo, hasta que su sucesor, Joan Subirats, encontró la fórmula para el alumbramiento de la LOSU: aparcar lo que molesta y «reforzar la autonomía universitaria», dictando unas «bases», una regulación mínima en cuestiones vidriosas cuya concreción se deja a lo que dispongan las Universidades en sus Estatutos.
La LOSU presenta las siguientes novedades dignas de mención: los rectores sólo podrán ejercer el cargo durante un mandato, sin posibilidad de reelección; se reduce del 40% al 8% el máximo de contratos de carácter temporal del personal docente e investigador; se hace frente al problema de los «falsos profesores asociados» y los «falsos profesores visitantes» (con propósito de enmienda para el futuro y medidas de estabilización para el presente); se crea la figura del profesor permanente laboral, sustituyendo a los actuales contratados doctores, con categorías comparables a los del personal docente e investigador funcionario (difícil será la convivencia entre la vía funcionarial y laboral); la estructuración de las Universidades en facultades, escuelas, departamentos, etc., pasa a ser potestativa (doña Autónoma tendrá la última palabra). Asimismo, con más ruido que nueces, se reconoce el derecho de huelga de los estudiantes y se prohíbe que los colegios mayores puedan segregar por sexo.
La LOSU permite que los claustros puedan «analizar y debatir otras temáticas de especial transcendencia si estuviéramos en Noruega esto sería anecdótico, pero aquí se pasa del posicionamiento al pronunciamiento y de éste al «señalamiento», poniendo en cuestión la neutralidad política en la Universidad.
Por otro lado, la LOSU no atiende a las reivindicaciones de los Consejos Sociales de las Universidades, que son los órganos de participación y representación de la sociedad en la Universidad, y cuya composición externa les permite conocer la realidad laboral y los requerimientos sociales. Seguirán siendo órganos de mero refrendo. La Ley limita su papel, en vez de reforzarlo en aspectos como la supervisión de la actividad financiera y la oferta de titulaciones oficiales, así como la creación y supresión de centros propios, y lo hace en un momento en el que las Universidades están perdiendo alumnos y es preocupante el bajo índice de inserción laboral de algunas titulaciones.
En cuanto a la financiación de las Universidades, es necesario incrementarla y esa es la intención de la LOSU, pero dicho incremento debería ligarse a resultados y a un control efectivo del buen empleo de los fondos públicos. Mientras los Ayuntamientos y Diputaciones, instituciones democráticas constitucionalmente dotadas de autonomía, someten sus gastos e ingresos al control interno ejercido por órganos interventores y están sometidos a la tutela financiera del Estado y de las Comunidades Autónomas, la LOSU sólo alude al control de los gastos e ingresos mediante técnicas de auditoría, «con la colaboración y supervisión de los Consejos Sociales», ignorando las recomendaciones del Tribunal de Cuentas sobre el control interno mediante el ejercicio de la función interventora.
Creo que la LOSU no propiciará la transformación que necesita la Universidad española, que sigue siendo una Universidad estamental y endogámica cuya gestión está lastrada por peculiares relaciones entre electores y elegidos y un modelo de gobernanza en el que se diluyen las responsabilidades, con la «inevitable consecuencia de que los intereses corporativos primen sobre el del servicio público de educación superior». No lo digo yo, sino la Conferencia de Consejos Sociales de las Universidades Españolas (CCS).
En suma, de todo lo dicho se extrae la siguiente conclusión: La regulación del sistema universitario en aspectos clave como el modelo de gobierno, la estructura de las Universidades públicas, el control del gasto, la selección del profesorado y del alumnado y la calidad docente e investigadora no se puede fiar a la autonomía universitaria.
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