En diciembre de 2023 'The Economist' publicó un número monográfico titulado «El mundo que viene 2024», en el que destacaba que, durante este año, se van a celebrar elecciones en más de setenta países, en las que están llamados a las urnas más de cuatro ... mil doscientos millones de personas, más de la mitad de la población mundial: Estados Unidos, India, Rusia, Unión Europea, Inglaterra, sorprendentemente Francia… Nunca en la historia había coincidido en un año tal volumen de elecciones. Y pese a este hito histórico, destacaba la referida publicación, no parece que la democracia esté pasando por su mejor momento: elecciones manipuladas o en las que no hay libertad de voto, capitalismos de estado dirigidos por partidos únicos… y, en general, la sensación de que la democracia existe más en un aspecto formal (elecciones), que material. Quizás sea aquello a lo que se refería Ortega y Gasset con la «hiperdemocracia» para hacer referencia a esa democracia formal, que no es más que una «democratización de la estupidez».

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Es paradójico que pueda verse amenazada la democracia precisamente en un momento en el que más personas están llamadas a votar (al fin y al cabo, el voto es la máxima expresión democrática). Más allá de elecciones manipuladas o injustas, de unos altísimos niveles de abstención, de una sociedad que se mueve más por votos de castigo y provocación que por propias convicciones y de, en general, un altísimo grado de polarización social, debemos tratar de encontrar un fundamento transversal que pueda explicar esta asincronía.

En esa búsqueda quizás podemos detenernos en un proceso que se está desarrollando desde hace unos años y que, quizás, esté poniendo en riesgo esa «democracia liberal» que Francis Fukuyama consideró el «fin de la Historia». Podemos denominar este proceso, parafraseando al historiador Eduard Gibbon, la decadencia y caída de la clase media.

Y es que la salud democrática de una sociedad tiene mucho que ver con la situación de su clase media. A este respecto, en 2019, la OCDE publicó un estudio titulado «Bajo presión. La exprimida clase media» en el que, tras examinar las economías de los 36 países más desarrollados del mundo, efectuaba un análisis de la situación en la que se encontraba la clase media tras la crisis financiera de 2008.

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En el marco conceptual del referido estudio, se define clase media como aquella que tiene unos ingresos entre el 75% y el 200% de la media nacional, lo que en 2019 (año en que se realizó el estudio) y referido a España, venía a ser aproximadamente entre doce mil y treinta y un mil euros, y que actualmente, con la inflación, podríamos encuadrar entre catorce y treinta y seis mil euros.

Tras esa definición en función del volumen de ingresos, se refiere el estudio a la clase media (en el pasado, no tanto hoy día) como una «aspiración», la seguridad de vivir en una casa confortable y permitirse «estilo de vida gratificante», gracias a un trabajo estable con oportunidades de carrera profesional, y ello, con una sólida esperanza de un mejor futuro para sus hijos. Había por tanto un doble componente: uno, puramente crematístico; y otro, aspiracional.

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Pues bien, el referido estudio concluye que la clase media está «bajo presión»por tres motivos principalmente: primero, por cuanto que en los últimos treinta años sus ingresos medios se han incrementado un tercio menos que la media de los ingresos del 10% de los más ricos; segundo, los costes esenciales que integran el estilo de vida de la clase media se han incrementado más que la inflación, principalmente la vivienda; y tercero, en un entorno de transformación de los mercados laborales, principalmente consecuencia de la tecnología, los trabajos de la clase media son los más expuestos a la desaparición. En este contexto es en el que el estudio se refiere a la situación de la clase media como «un barco en aguas rocosas».

A esta misma situación se refería, ya en 2005 (con anterioridad al estudio de la OCDE), el sociólogo Zygmunt Bauman en su libro 'Vida líquida' al decir que hemos pasado del aburguesamiento del proletariado a la proletarización de la burguesía (léase clase media) debido a que «los ingresos de un número creciente de familias de clase media apenas dan para una humillante y precaria existencia».

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Podría argumentarse que esta situación no es más que el resultado de un estudio macroeconómico, de un análisis estadístico como el que se hace para la configuración del PIB, la confianza de los consumidores, o cualquier otra variable macro. Sin embargo, la pauperización de la clase media tiene unos efectos mucho más trascendentes, en la medida en que sobre ella se apoyan las estructuras que actúan como contrafuertes y arbotantes de la sociedad. Así lo entendía Aristóteles en su Política al considerar que «la mejor comunidad política es la constituida por la clase media (por contraposición a los amos y los esclavos)» o Hume, que consideraba la clase media el fundamento más sólido de la libertad pública.

En este sentido, el estudio de la OCDE hace referencia a que el «estrujamiento» de la clase media genera un descontento que lleva aparejado la aparición de nuevas formas de nacionalismo, aislacionismo, populismo y proteccionismo. Y son precisamente esas tendencias, incompatibles con la verdadera democracia liberal, las que se están viendo potenciadas en los últimos tiempos, haciendo más complicada la convivencia en nuestras sociedades.

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Trasladando este debate a términos más sociológicos, y considerando la equivalencia entre clase media y lo que comúnmente llamamos «sociedad civil», merece la pena una reflexión para entender la falta de cohesión de esta última. Una falta de cohesión que le impide a la sociedad civil ejercer sus derechos. Y es que nuestra sociedad civil sólo se une por el deporte, la música (principalmente la popular) y las redes sociales, siendo prácticamente inexistente la interacción cultural y de conocimiento. Esta falta de cohesión, más que para temas puntuales, es la que resta a la sociedad civil su fuerza, en favor de los algoritmos y las hojas de cálculo de las grandes corporaciones que, a la postre, son las que deciden su destino.

Frente a esta situación, sólo cabe el fortalecimiento de la sociedad civil, lo que puede conseguirse mediante un profundo y decidido esfuerzo por la educación cultural, en el sentido más amplio posible, y la formación profesional. Frente al individualismo de las nuevas tecnologías y las redes sociales, la educación y la formación permiten la consecución del «bien común» tal y como lo define el historiador David E. Bell, como el fruto de una reflexión «en valores morales, en la historia y en la experiencia». Son la formación y la educación las más eficientes formas de fomentar la igualdad de oportunidades que, en definitiva, es uno de los mayores logros a los que debería optar una sociedad que aspire a ser justa.

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