A lo largo de la historia de las naciones autodenominadas 'civilizadas', la democracia y el capitalismo han sido socios tan cercanos como conflictivos. Este emparejamiento ha producido avances en libertad, igualdad, derechos individuales y bienestar material. Sin embargo, hoy la relación parece tambalearse, afrontando amenazas ... que la erosionan internamente, quedando atrapada entre autocracias emergentes y oligarquías tecnológicas.
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Aunque consideremos el origen de la democracia moderna en la antigua Grecia, ya existían pequeñas comunidades primitivas que practicaban una 'proto-democracia' de gobiernos cooperativos. Desde entonces, hablamos de democracia, capitalismo, libertad…, pero si hiciéramos un muestreo entre la población, la definición que darían de cada concepto sería tan variopinta como seguramente errónea en muchos casos. Gobiernos y líderes políticos los han desvirtuado para amoldarlos a sus intereses, normalmente no coincidentes con los de los ciudadanos. Cuando no, contra ellos.
Para A. Smith, los mercados son eficientes porque una 'mano invisible' controla los intercambios comerciales, favoreciendo la maximización de beneficios de cada persona. Esa 'mano' tiene propietario desde el primer gobierno intervencionista. Pensadores como F. Hayek (y su sucesor ideológico, M. Friedman) y J.E. Stiglitz han diseccionado las tensiones inherentes en estos sistemas. Hayek, en 'Camino de servidumbre', advierte que el exceso de intervención estatal puede erosionar las libertades individuales, llevándonos al autoritarismo. En contraste, Stiglitz propone en 'Camino de libertad' que la desregulación neoliberal ha dado paso a un capitalismo desbocado, que exacerba desigualdades y mina la confianza en las instituciones democráticas. Ambos coinciden, sin embargo, en que el equilibrio entre mercados y democracia es precario, y su ruptura catastrófica.
El capital ha concentrado el poder en unas pocas manos, transformando democracias en plutocracias o, como señala G. Debord en 'La sociedad del espectáculo', en sistemas donde las decisiones parecen responder más a la representación que a la realidad. Asistimos a la «mercantilización del lenguaje», donde los ciudadanos se convierten en espectadores pasivos, sujetos a la manipulación de imágenes e información controlada a través de medios y redes sociales que han traicionado sus principios fundacionales. Recordemos el propósito fundamental de los primeros: informar con objetividad, reflejando lo que sucede sin intervenir ni manipular los hechos. Y el de las segundas: ser plataformas de libre expresión para intercambiar experiencias, conocimientos e ideas en un espacio en el que compartir es esencial. En la actualidad, ambos medios han sido pervertidos, se han puesto al servicio del poder que controla un modelo líquido de política que recuerda al hegemónico (cultural) de Gramsci, en el que la democracia se transforma en una sofisticada herramienta de propaganda.
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En este contexto, las corporaciones tecnológicas dominan el escenario económico global. Figuras como Zuckerberg, Bezos o Musk influyen en mercados, elecciones y discursos públicos. Lejos de garantizar libertad, las redes sociales funcionan como herramientas de propaganda y desinformación al servicio de intereses privados. Esta aparente libertad, en realidad, refleja la 'libertad de los lobos' (Stiglitz), donde la falta de regulación fomenta la explotación de audiencias, la polarización y el deterioro del tejido social.
M. Wolf, en 'La crisis del capitalismo democrático', sostiene que la desigualdad creciente, la polarización política y el populismo llevan a las democracias al borde del abismo. Las promesas de inclusión y prosperidad que sustentaron su auge se ven socavadas por el desencanto ciudadano ante un sistema percibido como injusto y corrupto. La globalización también precarizó el trabajo y debilitó la capacidad de los estados para proteger a sus ciudadanos. Como consecuencia, los populismos autocráticos han capitalizado el descontento, ofreciendo soluciones simplistas que conducen a la concentración del poder y la erosión de libertades.
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Los demócratas que creen en la libertad y el pluralismo se encuentran huérfanos. Como Zaratustra en el eterno retorno de Nietzsche, reviven una y otra vez el desencanto de ver cómo los ideales democráticos son traicionados. Esta «orfandad democrática» es política y existencial. El ciudadano ha sido alienado de su capacidad de acción (Debord). En lugar de construir su destino, es reducido a espectador de una realidad manufacturada, incapaz de distinguir entre verdad y ficción. La amoralidad de los mandatarios, y su narrativa, han convertido los argumentos en relatos falaces y las ideologías en cuentos efímeros.
La democracia, empero necesitando evolucionar, peligra porque quienes se apropian de las ideologías revolucionarias terminan suprimiendo la libertad y la capacidad crítica del pueblo, como ocurrió con el modelo bolchevique, donde la clase dirigente se convirtió en dueña del proletariado. Aplicando la lógica de H. Marcuse, se justifica la supresión de la «falsa libertad del otro» para imponer una salvación autoritaria, promoviendo el enfrentamiento dentro de las clases bajas y medias. A su vez, la pasividad de los ciudadanos, refugiados en el individualismo y el desapego de la vida pública, impide la construcción de un cambio real, perpetuando un sistema que frustra cualquier transformación radical.
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¿Hay esperanza? Recuperar la democracia requiere rebelarse contra la indiferencia y la manipulación. Es necesario reactivar la «esfera pública» como espacio de deliberación y acción colectiva (H. Arendt). Para ello, es fundamental regular estrictamente a las grandes tecnológicas, no para coartar la innovación, sino para limitar su poder, garantizar la transparencia de sus algoritmos y proteger la voluntad de los usuarios. Asimismo, es crucial fomentar el pensamiento crítico y la alfabetización mediática para que los ciudadanos puedan discernir entre información verídica y propaganda. Esto implica alejarse de modelos neoliberales disfrazados de prácticas sociales e implementar políticas que prioricen los derechos individuales y reduzcan las desigualdades.
El fortalecimiento de las instituciones democráticas se logrará garantizando la transparencia, la rendición de cuentas y la participación ciudadana en la toma de decisiones. Esto solo será posible si los defensores de la democracia luchan activamente por ella, a pesar de que la desinformación y la polarización pugnen por reducirnos a meros espectadores.
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