Murió la muerte
«Solo aquellas personas que han experimentado el amor en sus vidas saben que existe la vida eterna»
José Manuel Palma Segura
Periodista y teólogo
Lunes, 17 de junio 2024
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José Manuel Palma Segura
Periodista y teólogo
Lunes, 17 de junio 2024
A mediados del siglo XIX, miles y miles de bebés murieron en los hospicios a causa de una enfermedad bautizada como marasmo. Entre los 6 y 9 meses de vida, los pequeños dejaban de comer y comunicarse, perdían la vista y, finalmente, la guadaña de ... la muerte sesgaba sus vidas. Este macabro ritual, en ocasiones, llegaba hasta infantes de 2 años. Así lo constataron en 1915 los doctores norteamericanos Chapin y Knox. Hasta que poco después, el Dr. Fritz Talbot, un pediatra de Boston, descubrió que esta mortandad infantil no se daba en un orfanato de Düsseldorf. Allí los niños recibían los mismos cuidados que los de América del Norte. Salvo por un detalle. En este hospicio alemán, cuando la sombra del marasmo iniciaba su incursión por el indefenso cuerpo de los niños, la vieja enfermera Anna los cubría de abrazos y besos. Transcurridos unos días con el cariño de esta madre improvisada, los bebés recuperaban la salud. Así, la ciencia evidenció que el ser humano no solo precisa de comida y ropa para subsistir, sino del amor que nutre el alma.
No solo la ciencia nos alumbra de la transcendencia de esta gran realidad. Incluso, la propia etimología de la palabra 'amor' nos abre un cofre lleno de tesoros olvidados por nuestro tiempo. Tiene su raíz latina en «amma-», en referencia al amor inicial e incondicional que todos los seres humanos experimentamos de la madre. Pero también hay una tesis, menos reconocida, que afirma que 'amor' proviene de la unión de un prefijo y un lexema latinos: 'a' (sin) + mors (muerte). Es decir, amor significa vivir «sin muerte». Dicho sin más: quien experimenta el amor auténtico y sincero de unos padres, hijos, amigos o compañero/a de vida no teme a la muerte, porque sabe que esta ha sido vencida. Al igual que los bebés de Düsseldorf.
Creo que fue Julián Marías quien dijo en una ocasión que «solo aquellas personas que han experimentado el amor en sus vidas saben que existe la vida eterna». Quienes no, son muertos en vida. Así lo plasmó en tinta Bécquer, paladín del romanticismo, cuando dijo: «Podrá nublarse el sol eternamente/podrá secarse en un instante el mar/podrá romperse el eje de la tierra/como un débil cristal/¡Todo sucederá! Podrá la muerte cubrirme con su fúnebre crespón/pero jamás en mí podrá apagarse/la llama de tu amor/» ¡Chúpate esa, Shakespeare!
Ciencia, filosofía y poesía coinciden en este cruce de caminos donde late el torrente de vida que lleva a cualquier ser humano a sentirse vivo en este mundo. Pero la fe tampoco enmudece ante esta realidad. Es más, da un paso más allá y nos recuerda que, en la Resurrección de Cristo, todos hemos muerto a la muerte para vivir en la vida que ya no tiene fin, en el Amor que ya no tiene fin. Así desafía san Pablo a la Parca, cuando dice en su carta a los Corintios: «La muerte ha sido vencida. ¿Dónde está, oh muerte, tu aguijón? ¿Dónde, oh sepulcro, tu victoria?».
El amor, por tanto, es un pedazo de cielo que nos recuerda que Dios está a nuestro lado a través de personas concretas con nombre y apellidos. No es un mero sentimiento, sino una fuerza que lo cambia todo, que da vida. De ahí que alguien dijese con acierto aquello de «te quiero, no solo por cómo eres, sino por cómo soy yo cuando estoy contigo». Denle muerte a la muerte y, amando, vivan para siempre.
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