PUERTA PURCHENA

El silencio sagrado

«¿Dios calla con un propósito o, simplemente, no se pronuncia porque no hay nada?»

José Manuel Palma Segura

Periodista y teólogo

Lunes, 10 de febrero 2025, 23:41

Hay una realidad que atormenta, incluso, al creyente más fervoroso: ¿Dios calla con un propósito o, simplemente, no se pronuncia porque no hay nada? La segunda, sin duda, sería la solución más fácil de abrazar, ya que la cuestión quedaría zanjada. Pero, si la respuesta ... es la primera opción, se abre un abanico de interrogantes y la aventura de saber la verdad.

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Así que seamos prácticos: ¿ha habido alguien lo bastante cerca de Dios que le preguntase 'por qué callas'? Y la respuesta es que sí. Fue el mismo Jesucristo, cuando hizo suyas las palabras del Salmo 22 en el madero santo, clavado en el Gólgota: «Dios mío, Dios mío… ¿Por qué me has abandonado?». Eso sin contar el silencio de Dios en el monte de los olivos o el mutismo que guardó Cristo ante Pilatos, cuando este le preguntó: «¿Y qué es la verdad?». Ahí Jesús no se calló, sino que le respondió con el silencio. Es decir, Pilatos tenía la respuesta ante sus ojos y no la reconoció. ¡Y aquí está la clave para entender algo mejor este silencio sagrado!

Dios, según san Juan de la Cruz, nos enseña a escuchar con el corazón, no con el ruido de nuestras demandas. Su silencio no es abandono, sino amor escondido, un fuego que purifica y transforma. Cuando el alma no entiende por qué calla Dios, este le susurra: «Busca más allá de las palabras; aquí me hallo, donde la razón se rinde y la fe se alza». ¿Por qué? Porque su fin no es responder a nuestras quejas, sino llevarnos a la plenitud que trasciende la comprensión. Con un ejemplo, se entenderá mejor.

En la Escocia profunda, un anciano fraile cuidaba de la ermita en la que se encontraba el Cristo de la Escucha. Fieles de todos las partes iban en peregrinación hasta aquel lugar sagrado. Un día, el fraile, aprovechando la ausencia de devotos, le pidió a Dios: «¡Déjame que me suba yo a la cruz y, así, tú descanses!». El Señor, conmovido, aceptó la plegaria del fraile. Pero con una condición: «Veas lo que veas y oigas lo que oigas, jamás podrás decir nada». El religioso aceptó y ocupó el lugar de Cristo en la cruz.

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Ese día, un noble rico hizo una visita al santuario, dejando olvidada su bolsa con dinero al pie de la cruz. Tras él llegó un pobre del pueblo que, al ver la bolsa, la cogió y salió corriendo. Después, llegó un joven marinero, pidiendo la protección para su travesía. En ese instante, entró el rico y acusó al muchacho de ladrón. Justo cuando alzó su vara para agredirle, se escuchó una voz desde el crucifijo: «¡Suéltalo. Es inocente!». Y del sobresalto, ambos hombres abandonaron prestos la ermita.

Entonces, Cristo le recriminó al fraile: «¡Has roto tu promesa!». Pero el ermitaño se defendió, apelando a que no podía permitir esa injusticia. A lo que el Señor le replicó: «El oro del rico era la condenación de su alma, pues lo quería para comprar la virginidad de una niña; el pobre era tal porque su vicio al juego lo llevó a la ruina y, ahora, convencido de que es rico, lo perderá todo de nuevo, empeñando esta vez a su familia. El marinero hubiera salvado su vida, gracias a las heridas propiciadas por el rico, puesto que le hubieran impedido embarcarse. Ahora navega hasta el ocaso de su vida. Tú no sabías nada. Yo sí. Por eso, en ocasiones, guardo silencio».

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Así se entienden las palabras de santa Teresa: «Dios, en su callar, dice más de lo que el mundo puede entender». Ahora, pregúntate qué te ha enseñado Dios, cuando tú pensaste que callaba.

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