El miedo… Esa voz sin rostro que agita las aguas del pensamiento contra los arrecifes de la desesperación y la desdicha. Un gélido fuego que avanza con cada latido de nuestro corazón, desdibujando con sus llamas la frontera entre lo real y lo imaginario. Entre ... sus brasas, los sueños y las esperanzas se tornan un efímero humo, haciendo de las certezas, dudas. Y de las dudas, sombras. Con el fin de ahogar nuestro anhelo de libertad, actúa como un espejo embustero en el que se proyectan nuestros temores más profundos y, por ello, nuestra vulnerabilidad. De esta manera, el alma se retuerce y se doblega en este laberinto de ecos engañosos con la falsa certeza de que no hay salida alguna, puesto que tú no vales nada.
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¿Les parece que exagero? Están en su derecho. Pero, por casualidad, ¿les suenan los fármacos Diazepam, Lorazepam (Orfidal) o Alprazolam (Trankimazin)? Según las estadísticas, son los productos estrella del primer mundo para atacar la ansiedad, nuestros miedos. Lejos de juzgar negativamente a nadie que los use, sí me parece oportuno reflexionar sobre cómo se genera, a grandes rasgos, esa inseguridad en nosotros mismos que atenaza y subyuga la voluntad. Quizás nos ayude la siguiente historia.
Un abuelo acompañó a su nieto a una de las sesiones vespertinas del circo que había llegado a la localidad. Los ojos del pequeño de diez años absorbían el abanico de sensaciones y colores que se desplegaban en aquel universo paralelo, sostenido por hilos invisibles de ilusión y alegría. Los aromas de algodón de azúcar y palomitas envolvían a la peculiar pareja, mientras admiraban la preparación de unos ángeles de carne y hueso en los hierros del trapecio. Y como capturados de entre las páginas de un cuento, animales de todo tipo danzaban en sus jaulas como preámbulo a su salida en la pista central. Todos, salvo uno. Un elefante que, con movimientos mortecinos, se zarandeaba sobre el mismo sitio. Se encontraba atado por un débil cordel a una estaca de madera, clavada en el suelo. El niño, sorprendido del inconmensurable volumen del paquidermo, le preguntó a su abuelo por qué no se escapaba el elefante. A fin de cuentas, ni aquella cuerda raída ni la pequeña estaca suponían un problema para él. Fue entonces cuando el anciano le dijo a su nieto: «Verás. Este elefante fue atado desde bebé a esa estaca. Intentó romper la cuerda en muchas ocasiones. Por eso tiene esas cicatrices en su pata. Lo intentó con todas sus fuerzas cada día, a pesar del dolor y el sufrimiento. Y un día dejó de intentarlo para siempre. Se convenció de que nunca lo conseguiría. De que él no era nada al lado de ese cordel que lo esclavizaba. Esa experiencia se grabó en su memoria y en su corazón. Y aunque ha crecido mucho y su fuerza es muy superior de cuando era una simple cría, el recuerdo del dolor pasado le impide intentarlo, lo ha paralizado. Así, cada vez que ve una cuerda en su pata, se queda inmóvil para no sufrir más, igual que cuando era pequeño.
Ahora se entienden aquellas duras y lúcidas palabras de Cristo: «Deja que los muertos entierren a sus muertos» (Mt 8, 22). No hace referencia a nuestros seres queridos. Nos dice, simplemente, deja que los recuerdos sean enterrados por el pasado. Ambos ya no existen. El tiempo fue su tumba. Por tanto, no los rescates para que te atormenten en el presente, condicionando tu futuro. Eres libre. ¡Vence a tus miedos!
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