El poder de los fuertes, el Estado democrático y la razón
José María Agüera Lorente
Domingo, 16 de marzo 2025, 23:04
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José María Agüera Lorente
Domingo, 16 de marzo 2025, 23:04
De la noche a la mañana todo ha cambiado. El gran protector de los valores liberales y democráticos, a partir un piñón con el agresor ... ruso, señor de la guerra al frente de eso que llaman ahora democracia iliberal. ¿Fingimiento? No era la justicia ni la libertad ni la fraternidad; era el poder y siempre fue el poder. Y poder aquí equivale a fuerza. Este es el registro que Valdimir Putin y Donald Trump entienden, y que a todos exigen para comunicarse con ellos. A los débiles sólo cabe despreciarlos.
Qué contraste con Franklin D. Roosevelt, presidente valedor de los débiles, que tuvo por divisa la justicia y que implementó mecanismos de reparto de la riqueza. Un idealista el presidente norteamericano; no hay más que evocar sus discursos, preñados de un vigor ético hoy inusual en las alocuciones de nuestros líderes. En sus días de gobierno marcados por el apocalíptico crack de 1929 y sus secuelas, la reacción de quienes entonces ostentaban el poder económico con la National Association of Manufacturers (Asociación Nacional de Fabricantes; NAM por sus siglas) a la cabeza fue la de oponerse con todas sus fuerzas al intervencionismo estatal que para los magnates de entonces era lo que representaba el New Deal, a fin de cuentas una versión americana del socialismo que regía puro y duro en la Unión Soviética. 'Camino de servidumbre', la obra del filósofo y economista austriaco Friedrich August von Hayek, publicada en 1944, fue un arma de primera magnitud que ofrecía una base intelectual y una pátina de rigor conceptual a lo que hasta entonces no dejaba de ser una postura ideológica resistente al paradigma socialdemócrata que se impuso mayormente en los países europeos que habían salido victoriosos de la Segunda Guerra Mundial. La labor propagandística de la oligarquía estadounidense a lo largo del siglo pasado fue apabullante, no dudando en invertir todos los recursos que fuesen menester para combatir una tendencia política que iba en contra de sus intereses. El objetivo de todo su esfuerzo era lograr implantar en el inconsciente colectivo ese gran mito consiste en la creencia de que el libre mercado lo hará infinitamente mejor que cualquier gobierno, de manera más eficiente y económica, garantizando el respeto al sagrado valor de la libertad. El pavoroso ogro que señaló Hayek en su libro era el intervencionismo del Estado, una pendiente resbaladiza que según él nos lleva ineluctablemente al precipicio del totalitarismo tal como probó la experiencia soviética. De aquí han mamado ideológicamente los neoliberales como Margaret Thatcher o Ronald Reagan; pero, convenientemente hormonados, también los así llamados libertaristas actuales como Javier Milei y el nuevo terror de la burocracia estatal y aspirante a pionero en Marte, Elon Musk.
Pero la realidad no es lo que debería ser según los adoradores del libre mercado. La realidad –como ya se encargó de demostrarnos la pandemia de la covid-19 de la que ahora se cumplen cinco años desde su declaración– es ante todo espontaneidad. Resulta que ese autoritarismo que el neoliberalismo temía del lado del Estado, del intervencionismo de los gobiernos, del exceso de regulación y burocracia, de los chiringuitos institucionales, se ha encarnado en el cuerpo de un ensoberbecido empresario de rostro anaranjado que ha tirado a la basura cualquier atisbo de ideal ético en su conducta como gobernante y se ha pasado al bando de los mandamases autoritarios.
El eje político internacional que dibuja el orden mundial ha dejado de separar las democracias de los regímenes autoritarios. Lo prueba que Musk se haya mostrado muy crítico con muchos regímenes democráticos, pero elogioso con el Kremlin; en contra de China no ha expresado la más mínima crítica, siendo el gigante asiático y Rusia países los dos en los que tiene intereses comerciales e industriales. A día de hoy los hechos demuestran que la icónica motosierra que Musk ha tomado prestada de Milei no sólo reduce el número de funcionarios sino también la calidad democrática. El mundo de hoy se ordena a un lado y otro de la frontera que separa a los fuertes de los débiles.
La realidad es que Donald Trump se comporta de manera irracional. Hasta el punto de que su justificación última es la razón no racional –valga la paradoja– que invalida toda oposición a su gobierno: Dios. La democracia, empero, es un producto de la razón, inventada por los atenienses, un pueblo de filósofos, en un momento de su historia que los eruditos etiquetan como la era de la ilustración ateniense. La democracia, pues, no es algo natural, sino artificial, cosa de idealistas, y fue «fabricada» para gobernar los deseos humanos, de por sí irracionales e inadecuados para dirigir el comportamiento de una pluralidad diversa de individuos (polis la llamaban los griegos) que no tienen más remedio que convivir. Así se asegura la libertad de todos; no sólo de los poderosos, también de los débiles. Emulando aquella esplendorosa Atenas, siglos después, en plena Ilustración moderna, un conjunto de colonias en territorio americano se independizaron constituyéndose en una democracia, que se materializa, como en su día la ateniense, en un sistema de instituciones que tiene por fin último que los ciudadanos puedan demandar a quienes les gobiernan las razones de sus actos y que los gobernantes estén obligados a explicarlas. El sistema que precisamente hoy los ocupantes de la Casa Blanca consideran un estorbo para la consecución de sus objetivos y la satisfacción de sus intereses.
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