Desde el pasado 1 de julio se halla en vigor la conocida como Ley Georgiadis, una reforma laboral aprobada en Grecia el pasado mes de septiembre por la mayoría absoluta del partido en el gobierno, Nueva Democracia. La ley supone en la práctica la imposición ... de una sexta jornada laboral en la semana, la cual será de obligado cumplimiento por los trabajadores afectados. Desde Syriza, el principal partido de la oposición, han declarado que «volver a las condiciones laborales del siglo XIX es una vergüenza».

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Coincide esta noticia sobre la situación laboral en Grecia con las referencias que me llegan sobre la negociación para rebajar la jornada laboral semanal en España. Aquí tenemos uno de esos conflictos mediáticos tan apasionantes en los que cada ciudadano puede escoger –según sus anteojeras ideológicas– a sus héroes y a sus villanos, adjudicando papeles a la ministra Yolanda Díaz, al presidente de la patronal señor Garamendi y a los sindicatos.

La revocación del pensamiento preindustrial, que albergaba una ideología del trabajo que nada tenía que ver con un ideal de vida buena al que cualquier ser humano tenía derecho independientemente de su origen social, constituyó una empresa colectiva que tomó cuerpo y adquirió fuerza a partir de la segunda mitad del siglo XIX. Fueron factores determinantes para superar el viejo paradigma la configuración de un pensamiento crítico que permitiera que tomara conciencia de su situación toda una masa de trabajadores industriales, así como la acción continuada de ese colectivo organizada en forma de sindicatos, elementos decisivos en el rediseño institucional que a la postre trajo consigo la Revolución Industrial.

Si se quiere obtener una correcta idea de la relación entre trabajo, poder y progreso el libro 'Poder y progreso', publicado en castellano el pasado año, es una muy recomendable lectura. En él los economistas Daron Acemoglu y Simon Johnson demuestran, a través de un recorrido histórico muy pertinente, que quiénes son los que salen beneficiados del desarrollo económico mediante los avances técnicos y el incremento de la productividad es algo que depende tanto del contexto institucional como del tipo de tecnología que se implementa. Ambas variables son dependientes de decisiones, no de leyes inexorables como la que estableció Thomas Malthus. Según su famosa ley la masa de campesinos pobres siempre estarían condenados a morirse de hambre. La «trampa de Malthus», como la denominan los dos autores del libro antes mencionado, queda expuesta si reconocemos los otros factores que incidían decisivamente en la lamentable situación del gran contingente de trabajadores del campo, a saber: la coacción a la que estaban sometidos y la forma en que el poder social y político decidía quién se beneficiaba de la dirección del progreso. Así era, y cabe sospechar que así sigue siendo en gran medida.

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La jornada de ocho horas, que ahora está en peligro en Grecia, era ya una reivindicación de los obreros de los Estados Unidos en 1886: «Ocho horas de trabajo, ocho para el descanso y ocho para lo que queramos». Esa reivindicación fue la que motivó el inicio de las movilizaciones del 1 de mayo de aquel año y que culminaron tres días después en Chicago con el incidente de Haymarket, cuando obreros y policía se enfrentaron violentamente en una manifestación. Por aquel entonces –como ahora ocurre aquí también con la reducción que se pretende– la petición de las ocho horas era considerada por las élites como un monumental disparate. Basta echar un vistazo a la Wikipedia en la entrada que dedica a la revuelta de Haymarket para encontrar las referencias de la prensa de aquel entonces. Como muestra baste un botón extraído del New York Times de aquel año: «Las huelgas para obligar al cumplimiento de las ocho horas pueden hacer mucho para paralizar nuestra industria, disminuir el comercio y frenar la renaciente prosperidad de nuestra nación, pero no lograrán su objetivo». ¿Qué se ha dicho reiteradamente en nuestro país ante las últimas subidas del salario mínimo interprofesional? 'Econofakes', que diría el economista Juan Torres.

Aquel movimiento reivindicativo de las ocho horas contaba con su propia canción, cuya letra decía cosas como: «Estamos cansados de trabajar por nada, para sobrevivir a duras penas, sin tiempo para pensar»; y continuaba: «queremos que nos dé el sol, queremos oler las flores, sabemos que Dios lo quiere y por eso pretendemos ocho horas trabajar». Ocho horas para hacer lo que queramos; lo que queramos. En estos tiempos en los que la libertad ha quedado reducida a un fetiche vacío de significado esa vieja reivindicación proletaria nos recuerda que hubo una época en que la libertad era un valor primordial de los movimientos sociales y políticos de progreso, y no el trampantojo sin alma en que la ha convertido la transmutación ideológica del capitalismo neoliberal (pero esa es otra historia).

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Acemoglu y Johnson lo dejan meridianamente expuesto en su libro: «La historia nos sugiere que siempre deberíamos examinar cuidadosamente las ideas sobre el progreso, en particular cuando las personas que tienen poder están deseando vendernos una visión concreta».

Los casos contrapuestos de Grecia y España en la actualidad demuestran la relevancia de la política a la hora de incidir en ese diseño institucional que ordena aspectos muy importantes de nuestras vidas. El trabajo es uno de ellos sin duda, y las leyes que sobre él se dictan nos pueden hacer retroceder o progresar.

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