El hombre llevaba esperando pacientemente treinta minutos hasta que, a las diez en punto, abrieron el centro comercial.
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La primera hora la pasó en la zapatería, donde se probó diversos modelos del remate final de las rebajas, unos náuticos, unas zapatillas, aunque la realidad era ... que con los juanetes ninguno le servía.
La segunda hora la pasó en informática. Le gustaba tocar los teclados de los ordenadores último modelo, deslizar las yemas de los dedos por las pantallas, marear al personal con preguntas sobre las diferencias entre uno de sobremesa y un portátil, una tableta y un móvil, sobre el sistema operativo Microsoft Windows o Mac Os o Linux o Google Chrome. Pero él no iba a comprarse ningún aparato. Tenía suficiente con el teléfono móvil que le había regalado su nieta, de teclas grandes y con el que solo podías hacer y recibir llamadas.
La tercera hora la pasó en la relojería meditando sobre el tiempo, y la cuarta en la perfumería, oliendo cuidadosamente las colonias, pues pensó que quizá le resultara útil para regalar alguna vez a esa cita que nunca acababa de concretarse.
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Y a las dos en punto estaba en el restaurante, dispuesto a comerse el menú como todos los días. A fin de cuentas, estaba de veraneo, urbano, eso sí, y no le importaba pasarse durante una semana al año del presupuesto. Mientras se bebía el café se tomó algún tiempo en observar a la gente que como él se había quedado en la cafetería, muy poca, la verdad, alguna pareja, dos familias sin niños, incluso los dependientes parecían hoy más aburridos que otra cosa.
Decidió subir a la primera planta y pasar las siguientes dos horas probándose pantalones y camisas, como acostumbraba, antes de ir a la sección de deportes y resolver todas sus dudas sobre los reglamentos de fútbol, baloncesto y bádminton y la utilidad o no del fuera de juego. Lo que más le gustaba es que allí el cliente siempre tenía la razón y el personal le trataba con una paciencia infinita que ojalá hubiera tenido también su querida Gracia, que en paz descanse.
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La zona gourmet la había dejado para el final. Allí, agotando ya los últimos minutos antes del cierre, eligió con esmero una botella de vino y un bote de paté, más que nada para llevarle la contraria al médico. Y así, se fue a casa, donde con la íntima satisfacción de no haber encendido el aire acondicionado durante todo el día, abrió por fin las ventanas.
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