Decía G. K. Chesterton (si lo decía él, bien dicho estaba) que un loco no es una persona que ha perdido la razón, sino quien todo lo ha perdido menos la razón. La agilidad y precisión argumentativa en el delirio demente nos convence de que, ... en efecto, no sufre ausencia de razones, sino tremenda pérdida de aptitud para reconocer lo verosímil de su relato y la cabal proporción entre sus ideas y la posibilidad de las mismas en el mundo de lo fáctico. Así, por ejemplo, si alguien reclama ser Jesucristo en segunda venida redentora al mundo, el error no se encuentra en el enunciado ni en los argumentos, sino en la pretensión de que el tinglado sea cierto aunque sólo el protagonista sepa más allá de toda duda que su declaración es verdadera. Si la misma propuesta es formulada por un novelista que escribe en primera persona, cabe en el mejor de los casos que nos deslumbremos ante su prosa, o que lo ignoremos por atorrante, pero a nadie se le ocurriría tachar de perturbado al autor de la arriesgada obra. Saramago lo sabía y por eso escribió 'El evangelio según Jesucristo'.

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La obsesión por la realidad, la concordancia exacta entre lo que se piensa y lo constatable en observación objetiva, desintegra la ficción y traza límites a veces crueles entre la cordura y la demencia. Según el venerable criterio de Carlos Castilla del Pino (Córdoba, 1922 – Castro del Río, 2009), la característica esencial del discurso trastornado es su pretensión de inambigüedad, en tanto que la capacidad de integrar lo ambiguo de la realidad en la recepción /discernimiento humanos es propio de las personas mentalmente sanas; y afirmaba: «No hay nada más aburrido que el relato de un demente, siempre en la misma dirección, siempre obsesionado por la verdad de cada uno de sus disparates».

Desde ese punto de vista, grandes locos de la literatura universal (Don Quijote, pongamos por caso; Sherlock Holmes, pongamos por caso), precisaron de enormes genios de la ficción para salir adelante y presentarse como personajes de lo más entretenidos. Ambos, Alonso Quijano y Holmes, padecen el mismo mal: el exceso de realidad y una obsesión enfermiza por la certidumbre. Ambos, sin un Sancho o un Watson a su lado, recordándoles con santa paciencia la dimensión ambigua del mundo percibido, habrían sido dos tristes locos extraviados en el tumulto de sus convicciones, uno luchando contra molinos y el otro persiguiendo a Moriarty. Al final tiene razón Juan Villa, maravilloso escritor onubense: «Loco, querido amigo, es quien lleva la procesión por fuera».

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