Ya se revisan los pasos para tenerlos a punto de procesión, ya algunos, que no podremos participar sino desde propio balcón, nos pertrechamos de carga intelectual y emotiva para acompañar en distancia al Redentor sobre andas, a su Madre, con talante muy desigual a si ... desfila la Tarasca por calles y carreras.
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En primer lugar, nos vamos al Génesis bíblico, y parafraseando al ya bien recordado obispo de Hipona, decimos que tal escritura no enseña cómo va el cielo sino cómo se va al cielo, y resaltamos del texto aquello de «Dios dijo: hagamos al hombre a nuestra semejanza» (no como Dios, sino su similitud, tal que una nube si semejara un pez no es como igual a pez).
Pues bien, nos encontramos, humanos, con una descomunal deiformidad, y por ende deducimos con san Agustín que ese aprendizaje para la ida al cielo viene posibilitado en la misma intrínseca condición de creaturas formadas a imagen de Dios. Y al dar cara a esa Semana propincua, habrá que pensar que toda ella significa Redención de tales creaturas.
Con ello nos vamos a lo que, hondamente, sabias mentes expresaron sobre tal Redención, y en el fondo vienen a caer en esa deiformidad que ya nos muestra el Génesis amén de la consecuente perfección del Verbo encarnado. Santo Tomás de Aquino (sig. XII) mantenía que la razón formal de la encarnación de Cristo se halla en la salvación redentora del hombre. Algo posterior, el irlandés Duns Scoto: lo que movió –hablando a nuestro modo– a Dios a encarnarse fue precisamente la intrínseca perfección del Verbo; otra cosa es que además resultase redentor. Luego (sig. XVI) un teólogo español, Molina, adicionaba que Dios no 'decretó' jamás, la encarnación independientemente de 'considerar' la Humanidad pecadora a la que Cristo iba a pertenecer.
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En referencia postrera, el máximo pensador español contemporáneo Xavier Zubiri, quien no concuerda con ninguna de las tres manifestaciones anteriores por darse siempre disyunción entre el Verbo encarnado y Humanidad pecadora. El destino de los hombres quedaba incluso en la razón formal de la encarnación, pero de hombres en tanto que deiformes, no en tanto que pecadores; lo de tal pecadosidad y correlativa redención es ulterior.
Con lo que finalmente, en última instancia, al procesionar y contemplar al Cristo doliente, es más pertinente, más profundo, más allá de capirotes y trompetas, pensar en la máxima dignidad, según ya el Génesis, de la deiformidad nuestra que 'lleva' a Dios ser doloroso. Y este matiz del doler acaso sobresalga más agudo en el de Jesús azotado que en el crucificado, en el que ya 'todo' ha pasado «sin pasar el cáliz».
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Y denme venia para recordar: yo niño, a la espera de una clase particular en casa de un profesor, sentado enfrente en bordillo de la acera; a mi espalda en edificio de Justicia se sometía a un delincuente al «reglamentario interrogatorio» que me significó un amigo médico de la misma Justicia, y en verdad lo que oía a mis espaldas eran gemidos intermitentes, hondos, conmovidos de un delincuente azotado.
Y esos dolientes quejidos por siempre se me renuevan al ver pasar al Cristo flagelado. El tararí de las cornetas, el retumbar de los tambores no acallan el interior oír de látigos, resonancia del dolor humano tan abundante… Para una fe firme siempre será tropiezo el que sin los azotes, sin los clavos de Cristo, sin argumentación de la libertad nuestra, pudiera darse una Humanidad y un mundo saludables. Mas atengámonos realistas a estas Semanas Santas que más tienen de fiesta y alborozo, que de piedad y meditación.
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