En 1924, de tuberculosis, y con cuarenta años, murió uno de los escritores más preclaros del siglo XX: Franz Kafka. Aunque cursó estudios de química, filología e historia del arte, su padre le obligó a estudiar Derecho, y se doctoró en leyes. Tras un año ... como pasante, trabajó como funcionario, dedicado a evaluar accidentes laborales. Con motivo del centenario de su muerte, se celebran, por todo el continente, exposiciones, conferencias y reediciones de su obra. Nadie como él encarnó el espíritu del siglo XX y fue capaz de profetizar los avatares de nuestro tiempo.
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Muestra, mejor que nadie, el absurdo y la angustia como forma de vida, anticipando el existencialismo de Sartre y Camus. Él, que vivió con un padre que lo despreciaba; él, que empezó a padecer la humillación por ser judío…; sufrió más que nadie el dolor de vivir, al no ser respetado ni considerado persona digna, como lo sufren, en nuestro tiempo, las miles de víctimas de Gaza, de Ucrania, de Yemen, de Malí o de Sudán, que viven la tragedia de la destrucción y la guerra, ante la mirada indiferente de la mayor parte de la comunidad internacional. Por eso, y por mucho más, Harold Bloom ha dicho que la «nuestra es sobre todo la época de Kafka».
La angustia de Gregorio Samsa, agente de ventas, protagonista de 'La Metamorfosis', convertido en un insecto gigante y monstruoso, cuando se despierta por la mañana, del que se libera su familia cuando muere y es arrojado a la basura; el laberinto interminable de injusticias que padece Joseph K, arrestado en su casa, acusado de un crimen por un desconocido, que él ignora, y que se ve ante unos jueces caprichosos y prevaricadores, que tampoco conocen el caso, y lo someten a un proceso interminable y absurdo, en 'El Proceso'; o los interminables sufrimientos que Kafka padece, por causa de un padre tirano, autoritario e incoherente, que lo desprecia y no valora nada de lo que hace, dice o piensa, en 'Carta al padre', son la más clara expresión del absurdo, pero muy relacionado con el mundo que él vivió, y que aún hoy vivimos.
¿Qué sentido tiene la vida que menosprecia al otro, aniquila su dignidad y destruye su mundo de apetencias, de sentimientos y de experiencias? ¿No pudo Kafka tener un padre cariñoso que lo aleccionara con correcciones afectuosas y paternales? ¿Acaso Gregorio Samsa y Joseph K no pudieron ser comprendidos por una sociedad perversa que no los aceptaba, porque eran diferentes? ¿Puede ocurrir, parece mostrar Kafka, que algún día los derechos humanos, la libertad de pensamiento y la solidaridad sean capaces de vencer a la tiranía y el desprecio al diferente? La destrucción que denuncia Kafka no ha desaparecido; es más, vivimos hoy en una sociedad kafkiana, donde lo irrelevante ha desplazado a lo esencial y la crueldad a la compasión.
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Su albacea, Max Brod, que no respetó la voluntad del checo de destruir su obra, ensalzó los escritos de su amigo, al que llamó: «El más profético (y perturbador) cronista del siglo XX». En efecto, toda la obra de Kafka es un alegato contra las estructuras alienantes que someten al ser humano, y contra la explotación y el desprecio sin límites que padece, hasta que, inservible, el sistema lo destruye y desecha.
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