Cuando el fanatismo se impone en el mundo, y la reflexión ha sido sustituida por las consignas de los líderes, hace trescientos años nació un filósofo, en Königsberg, que convirtió en fundamento del comportamiento humano el principio de Horacio: «¡Sapere aude!», es decir, atrévete a ... pensar; después, lema de la Ilustración. Tan grandioso es su pensamiento, que, quizá, sin su concurso, la Revolución Francesa no se hubiera producido, porque fue él, en un mundo convulso, el que entronizó la razón; invitó a pensar, sin ataduras externas; el que puso de relieve la dignidad intrínseca de los otros; y la necesidad de vivir en un mundo regido por la ley, y poblado de ciudadanos libres.

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Frente a los perversos nacionalismos, que conducen, en muchas ocasiones, a la ampliación, en forma violenta, de sus territorios (¿qué son las guerras de Gaza y de Ucrania sino el empeño expansionista de los nacionalismos salvajes de Netanyahu y Putin?), Immanuel Kant, en su libro, 'Sobre la paz perpetua', habla de una federación universal de los Estados, comprometidos a no permitir la guerra, porque la colaboración entre ellos sería la norma de comportamiento.

Según Ortega, que se instaló en Alemania, durante varios meses, para comprender la filosofía kantiana, el filósofo alemán encarnó la nueva modernidad, representada por la Ilustración y la Revolución Francesa, y cuyo fundamento fue la defensa radical que Kant hizo de los derechos humanos, tras haberse empapado del Contrato social y el Emilio de Rousseau.

Según Kant, la función de la filosofía consiste en someter cualquier criterio a la crítica, buscando una ética objetiva y científica, cuya prueba más evidente sería lograr que nuestras acciones se conviertan en normas de comportamiento universales, esto es, el imperativo categórico, que él explica así: «Obra solo según aquella máxima por la cual puedas querer que al mismo tiempo se convierta en ley universal». Se trata de considerar a las personas como fines, y no como medios; y que, cuando actuemos, nos pongamos en la piel del otro, para que el móvil de nuestra acción no sea lograr un bien particular, sino la consecución del deber. Cuando actuamos con esos principios éticos, dejamos atrás la «culpable minoría de edad», adquirimos conciencia moral, abandonamos cualquier dogma, y nos hacemos propiamente humanos.

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En el planteamiento kantiano, la obediencia debida no es admisible, pues siempre deberemos resistirnos a acatar mandatos u órdenes erradas o aberrantes, lo cual desmonta el «sentido del deber» que Eischmann, al ser juzgado en Jerusalén por los crímenes de guerra del nazismo, aducía, para justificar las atrocidades que él y otros fanáticos similares habían cometido. Justificación ésta que sirvió a Hannah Arendt para hablar de «la banalidad del mal», es decir, no hacen falta monstruos para cometer atrocidades, solo gente obediente y sumisa que obedezca al jefe.

A la vista de cuanto hemos dicho de Kant, sin adentrarnos en su estructura filosófica tan compleja (muchos le han llamado el filósofo oscuro por la dificultad para interpretarlo), nuestra cultura occidental y el Siglo de las Luces, como afirma Roberto Aramayo, hubieran sido muy diferentes. La superstición y la mentira, afirma él, ha contaminado el universo, pues «los humanos tenemos que asumir las responsabilidades de nuestros errores y remodelar constantemente el mundo. Eso empieza por pensar».

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