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Comienza un nuevo año. Muchos son los propósitos e ilusiones que nos fraguamos, intentando, como pretendía Don Quijote, ser más felices. Veamos algunas claves que el caballero tenía para lograrlo, sabiendo que sólo son felices los que luchan por conseguirlo.
La prescripción ser feliz supone, ... pues, hacerse feliz; porque sólo quien vive de acuerdo con unos ideales determinados, será feliz, a pesar de las dificultades y tropiezos. Solo así, será alguien, «tendrá biografía». Esa es la gran lección de Don Quijote: él quiso asumir muchas más obligaciones que el común de los mortales, con un compromiso tal que hacen soportables sus tropiezos, y superables sus fracasos. Él sí sabe para qué vive: para hacer justicia, dar felicidad a los oprimidos, liberar doncellas, repartir las cargas del mundo, y lograr que todos se sintiesen más dignos e iguales.
La actitud ante la vida puede ser de sometimiento al mundo: hacernos como quieren que seamos, lo cual nos conduce a la infelicidad; o luchar por mejorarlo, comprometerse con las personas que más precisan de nuestra ayuda, y con la causa de la verdad, de la justicia y del medio ambiente, amenazado por nuestra irresponsabilidad, y, entonces, surge una vida apasionante, con biografía propia; pues sólo haciendo, terminamos siendo lo que queremos ser, al margen de lo que los demás puedan opinar.
Uno de los retos fundamentales del caballero, para lograr la felicidad, era conseguir la verdad. Frente a los mitos medievales que aún persistían en su tiempo, como el de la primacía de la sangre y el linaje frente a la bondad y las acciones rectas, él se rebela, y, a lo largo de la obra, asistimos al enfrentamiento permanente entre los valores, por un lado; y el linaje, por otro. Por eso, el caballero le dice a Sancho: «Haz gala, Sancho, de la humildad de tu linaje…porque la sangre se hereda y la virtud se aquista, y la virtud vale por sí misma lo que la sangre no vale…Jamás te pongas a disputar de linajes, a lo menos comparándolos entre sí» (II, XLII). Pues, según Don Quijote, lo importante es lo que hagamos: «Cada uno es hijo de sus obras» (I, IV); y «artífice de su ventura» (II, LXVI).
Esa defensa a ultranza del ideal erasmista, basado en la fuerza de las obras es lo que le permitirá ser fiel a sus propias convicciones, frente a la oposición, casi unánime, de cuantos lo rodean. Se trata, como dice Blanco Aguinaga, en su Historia Social de la Literatura Española, «de una desesperada búsqueda y sustentación del yo frente a una realidad hostil y opresiva», lo cual es ratificado por el propio Don Quijote cuando manifiesta que él sí sabe quién es.
Si en el tiempo de Cervantes fueron el linaje y la sangre los elementos determinantes de la importancia de las personas, hoy esa línea divisoria la establece el dinero y el poder, siendo una minoría los que detentan tales atributos, en detrimento de los otros, la mayoría, que cada día tienen menos derechos. Hoy como ayer, es necesario, como hizo Don Quijote, reafirmar la importancia de la virtud y las buenas obras, junto a leyes más equitativas, como medios adecuados de transformar la injusta desigualdad reinante.
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