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El escritor que mejor conoce el páramo castellano (terreno llano, yermo y desabrigado) es Miguel Delibes. En ese paisaje tan duro, coloca, en muchas de sus obras, personajes marginados, por los que siente compasión. En 2010 decía: «Ante el dilema que plantea la sociedad contemporánea, ... yo he tomado parte por los débiles, los oprimidos, los pobres seres marginados que bracean en un mundo materialista, estúpidamente irracional…».
Si tuviéramos que incidir en los personajes que mejor encarnan ese páramo afectivo, destacan dos: Azarías ('Los santos inocentes'), y el Ratero ('Las ratas'), que terminan por asesinar a sus opresores. El primero, a Iván, un señorito déspota, que le menosprecia a él y a su familia y que le mató a su milana; y el segundo, a Luis, burgués ocioso que, por diversión, mata las ratas que necesita para alimentarse él y su hijo.
Pues bien, ese mundo trágico de Delibes no fue algo pasajero, propio del rencor y de la crueldad de una guerra, sino que sigue presente. Hoy, como ayer, los páramos afectivos existen. En un magnífico reportaje en IDEAL, Cabrero y Cerero afirman que tres de cada diez personas de nuestra provincia no llegan a final de mes, incluso teniendo trabajo (10.000 familias están bajo el umbral de la pobreza). Una de las bolsas de pobreza más grave la tenemos en la zona Norte de la capital, donde según Juan Carlos Carrión, párroco de Almanjáyar, «en el barrio hay una realidad invisible, la de los que de verdad lo pasan mal, y otra realidad más visible, la de los que viven a costa de este mundo que hemos consentido entre todos: la droga… Y como todos los jóvenes quieren tener móvil, lujos…, lo que ven por ahí, muchos se ven abocados al trapicheo».
El mismo páramo afectivo padecen los menores no acompañados (son niños solos, sin amparo de nadie), a los que ciertos grupos políticos demonizan con ser violadores, ladrones o delincuentes. Igual se hace con los inmigrantes que vienen a nuestras costas buscando un mundo pacífico, donde poder trabajar dignamente, como nosotros, los españoles, hicimos durante años. Igual páramo afectivo sufren nuestros mayores, poco atendidos por las instituciones y olvidados muchas veces por los suyos.
¿Y qué decir de aquellos que, incluso, teniendo medios, no son capaces de compartir nada? Los que no son capaces de celebrar ningún acontecimiento con familiares y amigos; los que no comparten su tiempo, sus medios ni su compañía, con nadie; los que nunca tuvieron gestos de cariño, de comprensión y de reconocimiento; los que entienden que esta vida es solo ganar y acumular, cuando la felicidad es compartir; los que odian a los diferentes, por su sexo, su raza, o su religión, sobre todo, si son pobres; los que hacen, con su avaricia o su soberbia, un mundo invivible… Todos ellos habitan en un páramo infinito, y siembran desafecto y dolor a su alrededor.
En definitiva, unos por ser pobres y marginados, y otros porque marginan o no saben administrar su vida, en este mundo nuestro hay demasiado páramo afectivo. La eudaimonía o felicidad, decía Aristóteles, se logra viviendo la vida como debe ser vivida, desde la racionalidad y el compromiso con el otro, que es el mejor antídoto contra la incertidumbre y la falta de afectividad.
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