Un profesor interino de secundaria, Ángel María Fernández, que trabajó en un centro de Navarra, acaba de publicar un libro, 'Había del verbo a ver. Diario del instituto', en el que explica su fracaso escolar, por lo que ha abandonado la docencia. Según él, «la ... adolescencia le produce rechazo… Ya no comprendo ni soporto nada de lo que hacen. No soporto tanta ignorancia. Casi cada uno de ellos simboliza la imbecilidad». Además, le provocaba desazón la mala educación, las faltas de respeto y el trato al profesor. «Estuve a punto de agarrar a un alumno y agredirlo. Es más, en un momento dado, golpeé la puerta de un armario y les dije que eran unos zoquetes».
Publicidad
Sus alumnos eran de refuerzo, procedentes de familias muy pobres. «¿Si no tienen con qué abrigarse, cómo van a rendir en lo académico?», se pregunta Ángel María. «Muchos de ellos no recibían el afecto adecuado en la casa y llamaban la atención en el aula, buscando la ayuda afectiva que no reciben en sus hogares», reflexiona él.
Como vemos, el profesor entiende las razones del comportamiento de sus alumnos, pues pertenecían a familias deprimidas, cuyo interés por la educación era nulo. Pero su actitud es deplorable. Lo único que precisaban era atención, cariño y acogida. Enseñarlos a vivir y comportarse. Estimularlos y elevar su autoestima; lo contrario de llamarles imbéciles.
La experiencia de este profesor nos indica que hay dos redes educativas diferentes: la de zonas de clase media y acomodada, y la deprimida, que cada día amplían sus diferencias. Para evitar esa segregación, las autoridades deberían tomar urgentes medidas. Estos últimos centros deben tener más recursos materiales y humanos: ratios más bajas, profesores de refuerzo, educadores sociales, más orientadores escolares, comedor gratuito y servicios sociales eficientes. Además, el profesorado debe acudir a estos centros por propia voluntad (debido a la complejidad de la tarea), con un proyecto educativo colectivo, que implica mayor compromiso con niños y familias, y, a cambio, mayores incentivos económicos y profesionales (ya lo hicimos, en su día, en Almanjáyar). El claustro ha de tener mayor autonomía para marcar el currículum adecuado, para suscitar interés entre los alumnos, y ser adecuado para su integración laboral. Y es que, en estos centros, hay que saber si un niño viene desayunado, si sus padres lo han maltratado, si ha pasado una mala noche porque su padre se ha quedado sin trabajo…
Publicidad
Si la convivencia es esencial en la educación, en estos centros debe ser el fundamento del proyecto educativo: respeto entre todos, reforzar el principio de autoridad, mediación y arbitraje de los alumnos, programa de tutoría intenso, convertir las aulas de castigo en aulas de convivencia, donde los alumnos que son expulsados de clase reciben atención del profesor (habla con ellos, los orienta y les marca pautas de comportamiento). Y, desde luego, la disciplina en estos centros no puede obviarse. Al que tenga una conducta disruptiva, han de aplicársele las correcciones disciplinarias correspondientes. Según Decía Carmen Fariña, directora escolar que triunfó en un centro deprimido de Manhatan, «los chicos han de aprender unos contenidos útiles, han de participar en la clase, que opinen, que hablen mucho, que conozcan las diversas opciones y elijan; no quiero que se limiten a memorizar, quiero que tengan opiniones».
Suscríbete durante los 3 primeros meses por 1 €
¿Ya eres suscriptor? Inicia sesión
Te puede interesar
Publicidad
Utilizamos “cookies” propias y de terceros para elaborar información estadística y mostrarle publicidad, contenidos y servicios personalizados a través del análisis de su navegación.
Si continúa navegando acepta su uso. ¿Permites el uso de tus datos privados de navegación en este sitio web?. Más información y cambio de configuración.