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Uno de los personajes más emblemáticos de la Pasión del Señor es Judas Iscariote. Como el resto de los once apóstoles –pese a sus innegables defectos– responde con entusiasmo a la sublime llamada del Maestro. Sin embargo, el mal uso que hace de su libertad ... le lleva al final a arrepentirse: abandona y traiciona a la misma Verdad y Libertad. Su comportamiento nos previene para escarmentar en cabeza ajena, porque sería atrevido considerarnos mejores que aquellos primeros doce. Algunos pretenden quitar importancia a la deslealtad de Judas, argumentando que así 'estaba decretado' dentro del plan divino de salvación. Si bien, esto no entra en contradicción con la responsabilidad personal ante las decisiones voluntarias. De ahí la coincidencia de los evangelistas, con diferentes matices, en el anuncio de «uno de vosotros me va a entregar»; para acto seguido advertir: «pero ¡ay de aquel hombre por quien es entregado!». El cambio de actitud de Judas no se gestó de la noche a la mañana; más bien, la defección se fue fraguando y tuvo su detonante en casa de Simón el leproso. Allí, en Betania, en un acto de amor y agradecimiento de María Magdalena, después del «vete y no peques más», derrama en la cabeza de Jesús todo el perfume de nardo que llevaba en un frasco de alabastro, cuyo valor suponía trescientos denarios; el equivalente al salario anual de un trabajador de aquella época. Este gesto no pasó desapercibido a Jesús que, corrigiendo a quienes criticaban el dispendio por no haber destinado a los pobres ese dinero, ensalzaba aquella mujer que sería recordada en todo el mundo.
No obstante, Judas tenía puesto el corazón, más que en secundar la grandiosa misión apostólica para la que había sido elegido, en la codicia y en los fines terrenales. En este momento decide acudir a los príncipes de los sacerdotes para entregarles a Jesús de Nazaret por treinta monedas de plata; en esa cifra tasaba al Salvador y a todos sus ideales. El resto de los discípulos se encontraban inquietos en la Última Cena, ante el anuncio de Jesús de la traición de uno de ellos. Pedro, el príncipe de los apóstoles, el que se avergonzó del Señor –«antes de que cante el gallo dos veces, me habrás negado tres»–, indicó a Juan que le preguntara quien era el desertor. La delicadeza de Jesús le llevó a no desvelar su nombre, para hacerle recapacitar mediante el afecto. Hasta que de forma críptica apuntó: «aquel a quien de el bocado que voy a mojar»; y tras mojar el bocado, dicen las Escrituras, entró en él Satanás. La decisión que adoptó Judas estaba asociada al mal; por eso le insta el Señor: «lo que vas hacer, hazlo pronto»; señalando que «era de noche», es decir, el momento de las tinieblas como imagen del pecado. Judas estaba cegado por la avaricia y los deseos de poder desordenados; no era del todo consciente de las devastadoras consecuencias de esta felonía. Así que, para mayor escarnio, entregó con un beso al Hijo del Hombre. Una vez consumada su vil acción deicida –ocurre cada vez que ofendemos a Dios, pues le volvemos a crucificar–, le entró el remordimiento y arrojó ante los sumos sacerdotes y ancianos en el Templo las treinta monedas de plata: «He pecado entregando sangre inocente». Al recapacitar ante la magnitud de su infidelidad acabó ahorcándose.
Estos relatos históricos, en consecuencia, verídicos, tendrían que estar escritos con letras de oro, porque en ellos nos vemos reflejados y muestran cómo ocurrió nuestra redención. Traerlos a la consideración una y mil veces, nos hacen mejores personas, nos ayudan a reconocer nuestra frágil condición para hacernos humildes y no desalentarnos. La diferencia esencial entre los dos discípulos pecadores y traidores, Pedro y Judas, está en que el primero lloró amargamente su infamia, pero el segundo cayó en la desesperación. El primer pastor de la Iglesia universal mostró su debilidad humana, pero acudió al regazo de la Virgen de los Dolores –fiel junto a su Hijo al pie de la Cruz–, para recibir su consuelo y mostrarle su sincero arrepentimiento. En la secuencia de la Misa de hoy le recordamos: «La Madre piadosa estaba/junto a la Cruz y lloraba/mientras el Hijo pendía;/cuya alma, triste y llorosa/fiero cuchillo tenía».
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