De cuando en cuando, uno debe salir de su ciudad (y de su zona de confort) para descubrir otros mundos, otros paisajes y otras gentes. Es lo que intento hacer una vez al año, desde hace más de un lustro, por diversos rincones de la ... vieja Europa, aprovechando las vacaciones anuales. En realidad, siempre quise ser corresponsal en el extranjero. Pero, al final, me he conformado con ser un viajero a tiempo parcial.

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Mi verano europeo comenzó en invierno, un frío mes de enero de 2018 con una visita al campus de Dublin City University, una universidad puntera en los estudios sobre divulgación científica. Viajé más de tres mil kilómetros para conocer al profesor Brian Trench, un hombre culto y amable, que me recibió enseguida a partir de un simple intercambio de correos. En España, eso no suele ser tan fácil.

Brian había sido decano de la Escuela de Comunicación, fundador del prestigioso Máster en Comunicación Científica y uno de los periodistas más relevantes de Irlanda. Me invitó a café y hablamos toda la tarde de periodismo, docencia e investigación. De las similitudes entre Irlanda y España. De las miserias de la política universitaria.

Fue mi primer acercamiento a Irlanda: un gran país, tan verde como desconocido para la mayoría de los europeos. Luego, he tenido la suerte de volver con mi familia durante tres veranos, antes y después del covid. Siempre a un mismo destino: una tranquila ciudad al sur de Dublín. Dos o tres semanas cada vez. Un tiempo razonable para conocer bien la zona y sus costumbres y para pasar por viajero, en lugar de turista.

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Además de la famosa pinta de Guinness y de los souvenirs verdes de Carrolls, Irlanda es afortunadamente mucho más que Dublín, y mucho más que su cerveza negra. Lo primero que te sorprende es su esencia rural. Sus numerosas granjas, que son modernas y rentables, gestionadas de padres a hijos. Las pequeñas aldeas y caminos rurales por donde siempre te cruzas con un enorme tractor o un camión de leche. Por cierto, la leche irlandesa que se vende en los supermercados es fresca y deliciosa.

También destaca el 'espíritu de pueblo' que aún conservan los irlandeses y que te devuelve a la España de principios de los 90. Dicho en el mejor sentido. No solo en la estética, sino también en su actitud y en sus costumbres rurales: la tertulia nocturna de los hombres en el pub, las reuniones familiares de los domingos, la afición local por el 'hurling' (el deporte nacional irlandés), las competiciones de tractores, y el famoso festival de la canción 'Rosa de Tralee', cada agosto en la televisión pública RTE.

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Este espíritu rural contrasta con el espectacular despegue económico de Dublín (y de toda Irlanda) durante las dos últimas décadas, que ha atraído a miles de trabajadores extranjeros y sobre todo, a Google, Meta, PayPal, etc. Pero, también, un gravísimo problema de vivienda, un tráfico insoportable y, en definitiva, todos los inconvenientes de la vida urbana del siglo XXI.

También contrasta esta ruralidad con la eterna relación amor-odio de los irlandeses con sus vecinos (y viejos enemigos) del Imperio Británico. Además del conocido problema de Irlanda del Norte ('the Troubles'), está la herencia recibida de los ingleses: la hora del té, las tartas caseras, el volante a la izquierda, los uniformes grises de los colegios. Los irlandeses son todavía rehenes de estas tradiciones. Y del enorme desprecio con que los británicos los han tratado históricamente.

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Además de todo lo anterior, suelen ser gente sencilla y trabajadora. No tan abiertos y hospitalarios como la fama que tienen, salvo cuando bebes con ellos en el pub. Gentes de costumbres que, sin embargo, parecen compartir bastante poco con los europeos continentales, aparte de las ventajas del euro y la Unión Europea.

Sus ríos son extrañamente negros y la meteorología de la isla es realmente variable. El famoso anticiclón que vemos siempre en los mapas del tiempo lo condiciona todo. Aún recuerdo el frío que pasé en mi primer viaje y la variedad atmosférica en una mañana: sol, viento, nubes, lluvia, granizo, nieve, sol…

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Sin embargo, el verano irlandés suele ser mucho más amable. Nublado y lluvioso, por supuesto. Más parecido a nuestro otoño que al verano. «Un tiempo irlandés», lo llamamos con cariño en casa. En este sentido, Irlanda es uno de los refugios climáticos de Europa en estos tiempos de continuas olas de calor. Otra razón más para salir de tu casa y descubrir otros mundos.

El hecho de viajar varias veces a un mismo sitio durante varios años seguidos tiene sus ventajas: el destino ya te resulta familiar, puedes volver a los lugares que más te gustaron, empiezas a conocer gente local, hablas durante varias semanas en otro idioma, cambias tu dieta, alquilas un coche nuevo que nunca te comprarías, te olvidas de la política española y si te sobra algo de tiempo puedes hacer incluso algo de turismo. Y lo mejor: aprendes mucho de otras culturas.

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Es lo que intento hacer una vez al año, desde hace más de un lustro, por diversos rincones de la vieja Europa. Con la ayuda de familiares y amigos. Pasado ya algún tiempo, vuelvo a pensar en esos viajes. En los paisajes y las gentes. Reviso mis fotos y me pongo a escribir. Un día quise ser corresponsal. Me quedé en viajero. Pero, los recuerdos entretienen mucho.

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