«Mi corazón espera/también, hacia la luz y hacia la vida,/otro milagro de la primavera.»

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Antonio Machado

Cada vez pasan los años más deprisa, aunque haya que pasarlos. El tiempo corre demasiado. Hace nada empezábamos un nuevo año y ya estamos estrenando otra ... primavera. Nuestra vida se cuenta por ellas. Por ellas y por los inviernos que las precedieron y por los veranos que las sucedieron y los otoños vividos. Vuelve la estación que altera la sangre en las venas y, en la medida en que resucita la naturaleza y su esplendor nos atrapa, abre boquetes a la esperanza y respiraderos en el alma.

La primavera ha inspirado desde siempre a compositores y poetas. Llama a salir del letargo invernal y acompasarse con la vida que, al llegar marzo, luce espléndida, como invitando a su fiesta. Vuelve con Cristos y Vírgenes en la calle, al son de marchas tan hermosas como la recién estrenada «A orillas del Genil» del compositor ruteño Antonio González Écija, o «Mi amargura», de Víctor Manuel Ferrer Castillo; «Palio blanco» de Miguel Sánchez Ruzafa o «Passio granatensis», de Ángel López Carreño, por citar algunas marchas cercanas. Vuelve la primavera con luna llena en Semana Santa y, por mucho que los días vayan alargando y animen a vivir, con procesiones que van por dentro y en las que, a veces, nadie va alumbrando. Pero la primavera incita a salir, a dejar atrás abrigos y bufandas, a aligerarse de ropa y preocupaciones, aunque algunas persistan inevitablemente.

Siempre se espera que, como escribió Pedro Salinas, no nos deje vacías las manos la primavera, esa estación del año que suele tener buena prensa, pero que puede también acentuar los contrastes y las carencias. Porque no siempre es posible renovarse por dentro cuando la vida lo hace por fuera. Porque, mientras la naturaleza muestra sin reparos su belleza, habrá siempre quien ande ahogándose en su pena. No todo florece en primavera. Y, sin embargo, una pulsión parece gritarnos por dentro, como a Lázaro, «¡levántate y anda!». Algo en esos amaneceres - cada vez más tempranos -, en esos atardeceres - cada día más tardíos -, parece impulsar a vivir, aún a sabiendas de cómo se las gasta la vida a veces. Nuestro corazón, como el de Antonio Machado, espera siempre, por estas fechas, otro milagro de la primavera; se entusiasma y, por lo general, se alegra cuando cambiamos al horario de verano el último domingo de marzo. Se sacude de fríos y perezas, de mesa camilla y chimenea y siente ganas de salir a la calle y reconocer en lo que le rodea señales, evidencias, de que la vida, como la famosa película de Roberto Benigni, es o puede ser bella. Que basta abrir los ojos, saber mirar alrededor, salir al campo, escuchar los pájaros cantando alegres y ver cómo la luz gana espacio cuando se va camino del verano. Motivos hay también siempre para sostener lo contrario: la vida no es bella en los escenarios de guerra, no lo es en Gaza ni en Ucrania; no lo es, desde luego, cuando la enfermedad llega. Pero la primavera renueva la esperanza y esta es la «respiración del alma», como dijo el filósofo francés Gabriel Marcel en su libro Homo viator, allá por 1944. Sin ella, el alma se ahoga, toca fondo, se anega de tristeza.

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La primavera nos abre ventanas por dentro, ventila estancias interiores, deja que entre la luz y nos hace ver más allá de escándalos de tramas de corrupción y de la controvertida ley de amnistía, como si ella, la primavera, fuera la primera, única, incontestable verdad: la prueba fehaciente, la constatación, de que el ciclo de la vida se impone rotundamente, ajeno a nuestras cuitas más inmediatas y corroborando que, tras todo invierno, brotan de nuevo las hojas en los árboles hasta ayer desnudos. La primavera nos enseña que, después de Getsemaní y de los cálices amargos, es posible resucitar a un tiempo nuevo.

Decía Aristóteles que «la esperanza es el sueño del hombre despierto» y el Premio Nobel José Saramago, en El año de la muerte de Ricardo Reis, afirmaba que «se llega a un punto en que no hay nada más que la esperanza, y entonces descubrimos que aún lo tenemos todo». Por eso, hemos de abrirle la puerta para que pase y nos ayude a vivir y a ver la vida con sus ojos. No se trata de la confianza ingenua en que todo irá a mejor, sino de no negarse a ver los detalles esperanzados que salpican los días, por rutinarios que parezcan, ni a la posibilidad de que la vida nos sorprenda gratamente, dejando abierta siempre una espita a lo bueno por venir; manteniendo a flote, contra viento y marea, la esperanza. La última en morir. Lo último que se pierde. Aquello a lo que no se debe renunciar jamás.

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