Uso de la lengua y polarización política
El uso noble y conciliador de la palabra ha generado etapas de armonía social y de prosperidad y equidad desde el acuerdo político
josé manuel martínez alcalde
Jueves, 4 de febrero 2021, 01:29
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josé manuel martínez alcalde
Jueves, 4 de febrero 2021, 01:29
En las últimas semanas han proliferado en los medios de comunicación escritos, artículos de opinión y cartas al director en los que se reflexiona con indisimulable contrariedad sobre el incremento exponencial del uso tóxico e hiriente de la lengua como instrumento –más bien arma– de ... confrontación política entre partidos, que, lamentablemente, han hecho suyo algunos medios y periodistas con numerosos seguidores, y tanto desde estos como desde aquel ámbito partidista, ha conseguido que se sume a este uso perverso de las palabras un número elevadísimo de ciudadanos, muchos de los cuales, para colmo, parecen ser, con sus agresivas intervenciones en las redes sociales, los más firmes partidarios de normalizar estrategia tan destructiva e irresponsable.
El problema, como puede confirmar quien esté mínimamente pendiente de la política mundial, no es exclusivo de nuestro país, aunque aquí alcance una dimensión preocupante y, sobre todo, paralizante y estéril. ¡Qué lejos quedan momentos relativamente recientes de la historia de Europa y de España, en los que el uso noble y conciliador de la palabra ha generado etapas de armonía social y de prosperidad y equidad, desde el acuerdo político! El estímulo ha sido en todos ellos un acontecimiento traumático. Veamos unos cuantos ejemplos: Tras la Segunda Guerra Mundial, Europa dio un giro trascendente al consensuar la socialdemocracia y la democracia cristiana las nuevas reglas socioeconómicas que conocemos como estado del bienestar. Algo más cerca está la transición política española, que consiguió integrar en el gran proyecto común que es nuestra Constitución a fuerzas políticas de todo signo, desde el Partido Comunista o el nacionalismo periférico hasta Alianza Popular. Tan reciente como que lo estamos viendo en la actualidad, tenemos el ejemplo de la UE, que con la consecución del acuerdo que ha cristalizado en el Fondo de Recuperación Europeo, de dirección opuesta a la austeridad radical decidida en la crisis de 2008, ha realizado un ejercicio inédito de autocrítica.
Es el uso de la palabra como instrumento de acercamiento, conciliación y acuerdo lo que está en la base de esos tres excelsos momentos de nuestra historia reciente. Entonces, ¿por qué nos parece imposible que nuestros representantes políticos, determinados medios, periodistas y tertulianos, y sus incondicionales seguidores se den cuenta de que por la vía de la descalificación y el insulto al adversario, erigido en enemigo aniquilable, discurrimos por un camino sin salida? ¿Creen de verdad quienes, desde el Gobierno y la oposición, tienen la obligación y la responsabilidad de dar al país y a 'todos' sus ciudadanos una nueva etapa de concordia y prosperidad, que lo pueden conseguir desde posiciones inamovibles y para colmo, agresivas?
En el fondo de este problema, hay dos fenómenos que hablan claramente de las horas bajas por las que pasa el concepto de democracia liberal, que establece la búsqueda del bien común como un proceso representativo de opciones y programas diferenciados, defendidos por partidos que confrontan sus posiciones civilizada y constructivamente. Parece reflejarse mal en ese espejo la polarización maniquea, ese mal creciente que lleva a menudo a posiciones extremas a formaciones que han ostentado u ostentan el poder y a otras de nuevo cuño que, conscientes de que su éxito electoral procede de propuestas y análisis inequívocamente populistas, de una simpleza e inviabilidad sonrojantes ante problemas complejos, perseveran en su estrategia al comprobar la aceptación de sus postulados por un número muy apreciable de electores. Unas y otras, finalmente, recurren sin rubor al enfrentamiento irresponsable y polarizador, que, tal como hemos dicho antes, trasciende del parlamento a un número creciente de ciudadanos incondicionalmente fieles, que, espoleados a menudo por locutores, articulistas y contertulios de gran capacidad persuasiva, se desahogan sin límite alguno en las redes sociales. Sorprende la desfachatez y reiteración con que atentan contra la verdad, con que aplican dobles raseros al valorar comportamientos propios o ajenos o con que descalifican al adversario mediante expresiones que enardecen a muchos de sus seguidores, pero que avergüenzan a tantos otros ciudadanos, que consideramos totalmente inaceptable que la confrontación política discurra por semejante senda.
Un ejemplo lamentablemente actual de lo que acabamos de exponer lo encontramos en la percepción y valoración sociales que está teniendo circunstancia tan adversa como la actual pandemia de la covid-19, mediatizada totalmente en un número elevadísimo de ciudadanos por el sesgo ideológico de quien la verbaliza y la defiende en su círculo social y en las redes: nada de hacer un análisis libre de prejuicios, que sepa destacar los méritos y deméritos de unos y de otros. No. La culpa de las graves consecuencias de la pandemia es achacable exclusivamente a la parte contraria.
Ante tal situación, que se repite con otros muchos temas, que brillan igualmente por su capacidad polarizadora, resulta necesario destacar el positivo ejemplo que representan, por pocos que sean, los representantes políticos, los ciudadanos, los periodistas y medios de comunicación que, lejos del alineamiento sectario con partido alguno, son capaces de hacer un análisis racional de virtudes y defectos de unos y otros en la gestión pública. El futuro de nuestro país –como el de cualquier país civilizado– pasa precisamente por recuperar la racionalidad, la libertad de criterio, que evite la sumisión servil a ningunas siglas, y el respeto a la ley y al adversario político, como componentes indispensables del sistema democrático.
Y como todo es relativo, a lo dicho anteriormente se podría añadir lo siguiente: si es imprescindible y urgente inaugurar una nueva y fructífera etapa de diálogo y de consenso en nuestro, a pesar de todo, privilegiado primer mundo, ¿para cuándo extenderla, y dotarla de ideas y medidas suficientemente eficaces, a la solución de los problemas estructurales de los países del tercer mundo, víctimas de la ambición sin límites y de la inacción culpable de los países más prósperos del planeta, que no parecen estar dispuestos a hacer algo más que poner parches a sus claramente deficientes políticas migratorias?
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