Siento una opresión fuerte en el pecho, un dolor en el esternón, un nudo en la garganta. El cuerpo está más presente que el intelecto, una reacción inversa a la esperada cuando se lee un libro. Este libro me ha roto. Son las primeras palabras ... que me surgen cuando lo cierro y lo dejo reposar en mi regazo. Vuelvo a observar la cubierta que he mirado decenas de veces durante las horas de lectura. Vuelvo a leer su título –'El invencible verano de Liliana'–, el nombre de la autora –Cristina Rivera Garza– y contemplo la foto de una joven que sonríe con ironía, sonríe con la boca y con unos ojillos inteligentes que se vislumbran tras unas gafas redondas. Me resulta simpática a primera vista, me resulta dolorosa cuando averiguo que ella es Liliana Rivera Garza, la hermana menor de la autora, asesinada cuando tenía 20 años por su exnovio la madrugada del 16 de julio de 1990. Treinta años después del asesinato de Liliana, su hermana escribe este libro que es en parte denuncia y llamada de atención, en parte grito, en parte petición de justicia. Y es, también, un libro sobre el duelo, un duelo de treinta años. ¿Qué es el duelo, sino una forma de mantener viva la memoria de aquellos que ya no están con nosotros? «Vivir en duelo es esto: nunca estar sola», señala Rivera Garza. «Este es el trabajo del duelo: reconocer su presencia, decirle que sí a su presencia».
El duelo, como escribí hace algún tiempo en este periódico, tiene su propio ritmo lento y reflexivo, mantiene viva la memoria del ser querido que permanece en el presente a través del dolor que deja su ausencia, un dolor que se cuida como forma de amor. Así lo describe Rivera Garza ante la tumba de su hermana: «Allá afuera se pasean las vidas que continuaron: las carreras, los libros, los viajes, los cumpleaños, los hijos. Pero aquí adentro... aquí adentro somos pura pesadumbre. Es mentira que el tiempo pasa. El tiempo se atora. Hay un cuerpo inerte aquí, atrancado entre los goznes y pernos del tiempo, que suspende el ritmo y la secuencia. No hemos crecido. Nunca creceremos».
Para construir este libro Cristina Rivera Garza abre las cajas donde la esperaban los objetos de su hermana dormidos durante treinta años y, entre ellos, sus cuadernos, apuntes, cartas. Son vestigios de la voz de Liliana. Rivera Garza analiza las palabras de su hermana con las herramientas que le dan sus conocimientos de profesora de literatura, busca en ellas el pensamiento y el sentimiento, la lógica y los sueños, la alegría y los miedos, algún indicio que la ayude a entender si Liliana intuía, sabía, temía, si había llegado a identificar el nivel de violencia de ese chico que había conocido hacía seis años, que había sido su novio intermitente durante ese tiempo. A partir de esas palabras y de un trabajo de investigación que la llevó a encontrarse con quienes rodearon a Liliana durante sus años de adolescencia y de universidad, la autora crea un retrato coral de la joven, un retrato que nos la muestra inteligente, sensible, dulce, independiente, fuerte y al mismo tiempo frágil, oscura, secreta; reconstruye, dentro de las limitaciones que los silencios y los vacíos de conocimiento imponen, la presencia cada vez más amenazante de Ángel González Ramos en la vida de Liliana, las señales que nadie, ni siquiera tal vez ella, pudo ver. Yo, en la lectura, vislumbro a ese asesino que quedó impune, reconozco en él rasgos de otros maltratadores, comportamientos familiares de control, manipulación emocional, principios de violencia. Y me estremezco.
Rivera Garza nombra el estudio que en Estados Unidos realizó Jacquelyn Campbell y que dio lugar a la creación de la 'Prueba de Peligro de Violencia Doméstica', una lista de veintidós factores de riesgo, entre los que hay elementos extremos como la posesión de armas o el consumo de drogas, pero también otros más normalizados: progresivo aislamiento de amigos y familia, acecho, control, episodios de celos, amenazas de suicidio. La reconstrucción de la vida de Liliana prueba, una vez más, que frente a la idea manida de «crimen pasional», la violencia homicida no surge como arrebato, sino que es parte de un proceso. Y ahí está el horror y la oportunidad. Horror si no se ven las señales o se ven demasiado tarde, oportunidad si por el contrario se reconocen y se actúa para evitar el daño. «Le colocó una almohada sobre la cara, y le quitó la vida. Muerte por sofocación. Pero su trabajo, el trabajo soterrado y constante de la violencia, había iniciado muchos años atrás, cuando mi hermana era apenas una adolescente». Y sin embargo, ni la autora ni quienes quisieron a Liliana lo vieron. La incapacidad para ver las señales de peligro por parte de quienes rodeaban a la joven Liliana es una reflexión explícita e implícita constante que va acompañada de un hondo sentimiento de culpa.
La falta de palabras para expresar el proceso que sufrió la joven, incluso para designar su muerte (un feminicidio), obsesiona a la autora, que cree que Liliana no «encontraba un lenguaje para nombrar la violencia que la seguía de cerca». Y tal vez, por no haber tenido ese momento de iluminación en el que a través del lenguaje nos damos cuenta de lo que sentimos, Liliana no pudo nombrar el peligro que en algún momento posiblemente intuyó. Insiste la autora: «Ni Liliana, ni los que la quisimos, tuvimos a nuestra disposición un lenguaje que nos permitiera identificar las señales de peligro. Esa ceguera, que nunca fue voluntaria sino social, ha contribuido al asesinato de cientos de miles de mujeres en México y en el mundo».
También en España la mayoría de los feminicidas tienen o han tenido una relación de pareja con la mujer a quien asesinan. También en España han faltado y siguen faltando los protocolos que identifiquen el comportamiento del depredador, lo señalen y lo neutralicen. A diferencia de la falta de lenguaje para nombrar el feminicidio y la violencia machista en 1990, a diferencia de la normalización de esos comportamientos como un peaje inevitable del 'amor romántico', ahora Rivera Garza sí tiene las herramientas para nombrar esa violencia, analizarla, exponerla.
Y este es el regalo que nos hace este libro. «¿Estaba capacitada una chica de dieciséis años para reconocer las señas tempranas del depredador?», se pregunta la autora. Por supuesto que no. Tampoco lo estaban sus seres queridos. Por eso este libro es tan importante, por eso se debería leer en los colegios, por eso, si usted tiene un hijo o una hija adolescente, léanlo juntos. Créanme: es la primera vez que digo que un libro puede salvar vidas.
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