Mis padres exigían con criterio inobjetable que sus hijos leyesen. Lo que fuese. Igual daba un tebeo que una historia de 'Los Siete Secretos' –para los nostálgicos: Enid Blyton, editorial Juventud, pasta dura–. Creado el hábito, la mejora en el criterio de selección vendría sola. ... De manera que yo transité, afortunado y feliz, por Verne. Y por Salgari con las aventuras de Sandokán y Yáñez. Descubrí el placer de leer en la cama durante las vacaciones de Navidad cuando todavía el vigor de la juventud impedía que las líneas empezaran a bailar en el preámbulo del sueño. La lectura terminaba cuando desde el comedor gritaban «es hora de apagar la luz».
Son tópicos parecidos a los que tú, Antonio, enhebrarás a continuación. Pero hay lugares comunes que son verdades broncíneas. El placer angustioso de que llegue el momento de retomar una novela se parece a la espera sexual. Admito que me ha quedado un poco exagerado, pero ambas tienen un punto de taquicardia y frenesí. Supongo que esta relación personal e intransferible que establezco entre el libro y la mujer es la que me ha llevado a que siga forrando los libros con páginas de revista en las que salen Mónica Bellucci, Aitana Sánchez-Gijón o Ava Gardner.
A veces me han preguntado los alumnos que elija mi libro favorito para publicar una lista en la página web del Instituto. «¿De qué época de mi vida?». Se miran extrañados ignorantes de que los gustos, como la vida, se enfrentan a muchas bifurcaciones. Tiempo tendrán de saber que los atardeceres de antaño no se parecen a los de hogaño. A punto he estado de citar la primera serie de 'Los Episodios Nacionales' de Galdós, aunque por ceñirme a un solo título respondo con voz firme y paladeando el título 'El Conde de Montecristo' de Alejandro Dumas. Intento explicarles que desde entonces busco –y he vuelto a encontrar muchas veces– el gozo supremo de una historia bien narrada y bien escrita. Por si no me entienden, desgrano un postrer consejo. «A una novela concededle una treintena de páginas. Si no os gusta, fuera. Y empezad con otra. No os empeñéis en lecturas displacenteras porque perderéis semanas de otras lecturas provechosas, que son ni más ni menos las que os satisfagan. Permítame don Luis Aragonés que parafrasee su ganar, ganar y volver a ganar en leer, leer y volver a leer. La mejor lección que os explicaré nunca».
Aún guardo en la memoria esa sensación de maravilla que me iba invadiendo según pasaba, por primera vez, las páginas de la 'Isla del Tesoro' y recorría la posada Almirante Below, junto con Jim Hawkins, sirviendo ron en jarras de peltre a unos tipos siniestros y vigilando el horizonte si aparecía por los acantilados un tipo con una sola pierna.
Quien lee mucho muchas vidas vive y no es necesario que la autoridad (in)competente decrete una fecha para hacerlo. Leer es barato –usen las extraordinarias bibliotecas públicas que tenemos disponibles– y ayuda a entender otras formas de comprender la vida. Leer nos hace mejores porque la ignorancia genera miedo y con él llega la violencia y el rechazo a lo que no se conoce.
Yo, amigo Medina, que soy de interior y no vi el mar hasta los 20 años, aprendí a bordo de la Hispaniola lo que era un foque, un trinquete y largar trapo. Aprendí con Long John Silver la geografía de los 'Mares del Sur' y aún resuena en mi cabeza la canción de «ron, ron, la botella de ron. 15 hombres sobre el cofre del muerto».
Stevenson me abrió las puertas y los puertos de navíos y aventuras que desembocaron en otras lecturas que me dejaron en las gélidas costas del Ártico con Arthur Gordon Pym y sobrevolé la sabana africana en cinco semanas en globo; aprendí lo que era un aerostato, y me hice amigo de los hijos del Capitán Grant.
Todavía sigo leyendo intentando recuperar las tardes de verano, en plena siesta, de niñez –fui un lector muy precoz– y desvelar el misterio del sabueso de los Baskerville, descubrir que las mesas del café de 'La Colmena' era lápidas puestas del revés y que Gregorio Samsa se convertía en escarabajo.
He navegado por el Mar de los Sargazos, remontado el río Congo en la Nostromo y paseado por los canales del planeta rojo con las crónicas de Bradbury. Admiro a los hombres-libros de Fahrenheit 451 y su prodigiosa memoria para mantener vivas tantas historias.
Los libros están a la espera de volver a la vida, basta con leer su primera página. Leyendo traemos de vuelta a dragones, caballeros, rufianes, damas y el sonido del crujir de las cuadernas de la Hispaniola, el salpicar de las olas en el mascarón de proa. Ahí, en cubierta, está mi infancia con un cofre del tesoro. El que los libros me han dado.
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