
Llora por ti, Argentina
Crónicas granadinas ·
Fui el primero en entrevistarlo cuando vino a Madrid, recién fichado por el RealTico Medina
Granada
Domingo, 29 de noviembre 2020, 01:14
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Crónicas granadinas ·
Fui el primero en entrevistarlo cuando vino a Madrid, recién fichado por el RealTico Medina
Granada
Domingo, 29 de noviembre 2020, 01:14
Hay mucha Argentina en mi vida como para olvidar en este último domingo de otoño mis recuerdos, mi memoria, de aquella tierra lejana, pero a ... la vez tan cercana, que ha sido y sigue siendo noticia no ya en España, sino en todo el mundo.
A ver si no, mis paisanos, que se nos fue Maradona, al que, debo decirlo, no tuve el honor, incluso el dolor, de darle la mano nunca. Quizá, aquí entre nosotros, porque no hice presión para conseguirlo. Tal vez porque ya había conocido a Di Stéfano, don Alfredo, mi viejo amigo. Fui el primero en entrevistarlo cuando vino a Madrid, recién fichado por el Real. Me enviaron al Bernabéu a ver si conseguía encontrarlo. Le pregunté al primero que vi vestido de blanco, aprendiz de todo y maestro de nada. «Oiga, ¿me podría usted decir, buen hombre, dónde está el argentino Di Stéfano?». Y aquel hombre en calzoncillos, rubio, flaco, me respondió preguntándome, que es la mejor manera de responder: «¿Y usted cómo se llama hijo de la chingada? Di Stéfano soy yo».
Luego fue mi gran amigo. Hasta el final. Iba a visitarle a su casa, cerca del estadio siempre, casado con aquella chica costarricense, bonita, Tica, en aquel patio en el que tenía un monumento, es un decir, al balón, o sea, vamos a ver, un cuero con una leyenda debajo en la que podía leerse: «Gracias, vieja».
Argentina es el rumor de mi sangre de una semana con Fangio, campeón del mundo de automovilismo por las calles de Buenos Aires, y yo sentado a su vera en el Mercedes descapotable. Y el consejo inolvidable: «En ciudad, no debe usted nunca, pibe, pasar de los cuarenta».
O con Borges, el más grande, ciego, en su alto piso de la capitalidad argentina, sin ascensor, aquella foto impagable que aún mantengo enmarcada. «Joven, hábleme en su lengua andaluza, porque mi abuela lo era, y lo mejor de ese castellano es su acento».
O cuando el general Perón en persona, y en presencia de mi director entonces de Pueblo, Emilio Romero, me descubrió dónde estaba en realidad el cadáver de su esposa Evita Perón, que todo el mundo andaba buscando. «Cuando lo compruebe, lo cuenta en su periódico, que ya nos encargaremos de llevar el eco de su descubrimiento hasta Argentina a todos los niveles».
Y así lo hice. Llevaba conmigo las coordenadas del misterio. Lo escondían los militares del golpe en una buhardilla de un cuartel, embalsamado por el español Pedro Ara y amortajado por Tara Palud, la modista española de la calle Serrano que se suicidó lanzándose a la calle desde la terraza de su casa madrileña.
Y, en efecto, tenía el cadáver de Evita un poco rota la nariz, porque, en una noche de mal vino mendocino, un general de aquellos le arrojó una copa a la cara, sobre el ataúd donde, más que reposar, esperaba el momento de su resurrección.
Encontré el cuerpo. Lo había rescatado de un cementerio italiano, siendo cónsul vaticano el Papa Juan XXIII, y un hijo de Frondizi, que fue presidente de Argentina, lo trasladó en un barco mercante hasta Buenos Aires una noche de viento y relámpagos¡
Más recuerdos argentinos. Aquel día, todo hay que decirlo, en el que lloré junto al Rey Juan Carlos escuchando el himno de España que hacían sonar los vientos de las gaitas de los músicos de la Casa de Galicia en Buenos Aires. También debo decirlo, recuerdo al general Videla, jefe del Estado entonces, a nuestro lado, en posición de firmes.
Yno olvido la noche que el maestro Piazzola me permitió acariciar su acordeón mágico en el Viejo Almacén, catedral del tango. O cuando publiqué, jugándome la vida como ahora hago, que Granada es, al menos una vez al año, la capital mundial del tango. Y que Carlos Gardel había nacido en aquella casita de aquella placeta de Montevideo, en Uruguay, y que, por lo tanto, era uruguayo y no bonaerense. O cuando traté de resolver el misterio de ¡si había sobrevivido al terrible accidente de aviación de su muerte en el aeropuerto de Medellín, porque decían que aún se escuchaba su voz en las noches de luna, que estaba escondido en un rancho perdido con el rostro abrasado por las llamas. Y la voz seguía sonando, porque todo el mundo le recordaba, leyenda inolvidable en los discos primeros aquellos de pizarra y vinilo que ahora vuelven a estar de moda.
O aquella entrevista con Sábato, el escritor, en su conventito de las afueras. O cuando viví casi un mes entero al final de la Argentina, en la Patagonia, y escribí para 'Hola' las memorias de la madre de Sara Ferguson, que fue esposa del príncipe Andrés de Inglaterra, cerca del Cabo de las Orcas. Luego, aquella mujer se mató en la carretera que la llevaba y la traía hasta un rancho perdido en la nada, donde vivió con el que fue jefe de las caballerizas de la Reina Isabel de Inglaterra, quien le había dicho un día: «Y si quieres ser feliz de por vida, yo tengo una casa en el campo allí donde da la vuelta el aire».
Buenos Aires, hoy malos aires. O cuando escapaba hasta el Mar de la Plata, hasta aquella escultura dentro del agua donde Alfonsina Storni dejó de hacer pie voluntariamente por un mal de amores.
O cuando aquel presidente gordo y triste me respondió en la Quinta de los Olivos, residencia de campo de los primeros mandatarios, un Jueves Santo de inolvidable recuerdo: «Me pregunta usted –¿cómo dice que se llama joven, que viene de parte de '300 millones'?– que si veo una luz al final del túnel. Pues debo responderle de esta manera: ¡Mientras no sea un tren que viene de frente!».
Te recuerdo Argentina de pronto como un puñetazo en el pecho. Aquellos días que buscábamos la voz de García Lorca en el Teatro Calderón y solo encontramos lo que había, la música del piano del poeta granadino acompañando el baile de la Argentinita.
Y me viene la imagen de la que fue la casa en la montaña del vino, donde vivió un tiempo su nostalgia inmensa don Manuel de Falla en sus largos días del exilio.
Domingo 29 de noviembre en Brasil. Hablo, hay foto, con Pelé en la playa de Copacabana (donde para contarlo jugué con él, es un decir, con una pelota de trapo) y me dice: «Vivíamos en una favela, es cierto, pobres de solemnidad, pero éramos ricos, porque teníamos abajo el lugar más hermoso de la tierra donde de verdad vivíamos».
–¿Y cuál cree usted, campeón, que es el más grande del fútbol de todos los tiempos?
–«Dicen que yo (risa de piano blanco en su rostro negro brillante), pero para mí sin lugar a dudas, después de Alfredo, es Dieguito Maradona».
Por eso acaba de añadir ayer mismo en su tuit, desde la altura de su ochenta años y un día: «Hermano del alma, pibe, Dieguito, espérame, que ya queda menos para que juguemos ahí arriba, donde estoy seguro que, digan lo que digan, te encuentras».
Cuando hicimos el genio Summers y un servidor 'Juguetes rotos', aquella película hermosa, intentamos que estuviera con nosotros en el reparto junto a Uzcudun, Villalta, Gaínza, pero no fue posible. Fue en el año 86 y parece que fue ayer.
Ya entonces Diego Armando Maradona reunía todas las virtudes y los defectos, las luces y las sombras, para ser el gran protagonista de aquel documento, del que me siento tan orgulloso aunque no nos diera un duro. Ya tenía su propio resplandor, entre el cielo y el infierno, de niño de barrio. Jugaba a la pelota como dios, con minúsculas. Diego ha puesto a llorar a todo el mundo, incluso al que no juega al fútbol, como yo. Siempre más lágrimas que sonrisas cuando me veo frente al espejo de la vida, espejo de azogue ya, entre el cielo y el infierno. O sea, en el purgatorio, pero nunca, eso nunca, en el limbo.
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