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Ojalá que llueva café en el campo cantaba Juan Luis Guerra. A ritmo de salsa, aquel pedazo de canción también pedía que lloviera yuca y té, queso blanco, trigo, arroz en grano, batata, fresa y otros productos tropicales y se ha quedado para siempre en ... nuestra memoria como un canto a la gratuidad o a la abundancia, a la magia de un sueño en que, sin cultivar ni arar la tierra, se llenaran las despensa; sin arrimar el hombro hubiera alimentos para todos.
Pero, mensaje de la canción aparte, si lloviera café en el campo tampoco llovería a gusto de todos. Da pavor imaginar esos granos oscuros volando desde el cielo en grandes cantidades y precipitándose a muchos kilómetros-hora sobre las cabezas de la gente. Cuantísimos accidentes podrían causar, desde lesiones en la piel a roturas de gafas o colisiones en carretera por falta de visibilidad y a saber la de daños y pérdidas en cosechas y sembrados. Tal vez en unas horas de tormenta cafetera se hundiría un buen número de productores dedicados a este cultivo, bajarían los precios y muchas empresas y familias del sector podrían verse en la ruina.
A vueltas de nuevo con la lluvia, la cosa es que nunca jarrea a gusto de todos: el agua que levanta una cosecha, también la puede arruinar; la que llena los embalses, puede igualmente desbordarse en riadas. Y si esto sucede con lo meteorológico que no se puede cambiar a voluntad, muchas más diferencias suscitan esas otras realidades manipulables: lo que a unos viene como agua de mayo, fastidia los intereses de otros, cualquier realidad tiene un mínimo de dos lecturas, más aún cuando de gestionar recursos se trata. Por eso, siempre que haya partidarios de un camino, una medida o un proyecto, el que sea, existirán abanderados de la propuesta contraria.
La discrepancia forma parte del ADN del tejido social, está en la esencia misma de la convivencia. Así, en las familias el desacuerdo aflora ante cualquier herencia, menudencia o intendencia; y las comunidades de vecinos, andan siempre con sus reyertas privadas a cuenta del uso de los espacios comunes, los ruidos o las derramas.
Hay también sus jaleos en los barrios y cuecen trapos en colectivos a los que une una misma actividad o misión, sea empresarial, sindical o profesional. Por seguir con los ejemplos, a este defensor acuden los de un lado y sus contrarios. Vienen con sus problemas empresarios del ocio nocturno –una actividad que genera empleo y pone en funcionamiento a muchos otros sectores– al tiempo que llegan vecinos de los entornos de fiesta reclamando su derecho al descanso sin ruido. Acuden hasta esta puerta los partidarios de colocar contenedores de reciclaje en una determinada calle y, por la misma cuestión, protestan quienes consideran molesta la ubicación elegida. Hay dueños de perros que solicitan mejoras en parques caninos y vecinos que piden el cierre definitivo de estas áreas, cercanas a sus viviendas.
Y así, sobre un mismo tema se encadenan intereses contrapuestos, posturas más o menos enconadas que evidencian que «no hay nada repartido de modo más equitativo que la razón», todos tenemos una parte de ella, un pedazo de verdad y que, por tanto, estamos abocados al consenso.
La contienda política es el mayor exponente o el ejemplo más claro de cierta incapacidad humana no ya de pactar sino de respetar lo conveniado. Y en este caso no es tanto por diferencias sobre el trasfondo de los temas a debate, sino porque no hay voluntad real de alcanzar ningún acuerdo.
La desavenencia permanente de muchos servidores públicos responde a que anteponen sus intereses personales como modo de seguir en la palestra. Les trae a cuenta mantener viva la llama de la gresca. Suben al estrado con mensajes de aplauso fácil de un lado de la bancada, pero son diputados 'sordos' que no están ahí para escuchar ni mucho menos para ceder o incorporar ideas o propuestas. Gran parte de los parlamentos no parlamentan para convencer ni para ceder en nada. La oposición se ejercita demasiadas veces por sectarismo. Se alcanzan pactos a fuerza de concesiones previas sobre otros asuntos ajenos a lo debatido: «Yo te votaré aquello si tú me apoyas esto».
Por salirnos de nuestro parchís, hay países que resuelven diferencias por la vía de la democracia directa. Así, por ejemplo en Suiza, cualquier ciudadano tiene la opción de someter a votación popular temas aparentemente insignificantes, desde la construcción de un tramo de autopista a la propuesta de seis semanas de vacaciones para todos y otras ideas más o menos curiosas o trascendentes como celebrar unos domingos al mes sin coche o permitir minaretes en un país protestante. Pero esto de la iniciativa popular frente al desacuerdo está aún verde por aquí. Aquí sucede al contrario, la falta de entendimiento impregna el espacio público y no hay modo de salir del bloqueo que conlleva.
Por ello y a falta de árbitros, las instituciones españolas han ido judicializando progresivamente sus diferencias hasta el punto de 'obligar' a los jueces a decidir sobre ámbitos que son competencia de las administraciones. Esto genera problemas de sobrecarga en los juzgados, abre las puertas al riesgo de politizar la justicia, y sobre todo, cambia el tablero del juego democrático porque los jueces están para juzgar, no para gobernar.
Además, si todo acaba en manos de la justicia, para qué sirve esta caterva de políticos, (en algún sitio he leído que rondan los 70.000 pero no son cifras oficiales). Qué utilidad tiene sostener esta plantilla de soldados entrenados para un combate tan estéril: dirigentes dedicados a enfangar el fango, acatar disciplinas de partido, abatir rivales o vengar sus pleitos particulares en los juzgados (aunque en la refriega diaria suelan recurrir a otras fórmulas conocidas).
Las instituciones –y tenemos una buena colección de ellas de lo europeo a lo local–, debieran orientarse hacia el objetivo para el que están, que no es otro que sentarse a las mesas, escuchar argumentos, incorporar ideas, acercar posturas y arrancar consensos que resuelvan problemas.
Cuesta aceptar que hermanos o vecinos no consigan dialogar, pero es del todo exigible que el político empiece a ejercer de aquello para lo que cobra. Están ahí para entenderse (y no solo con sus socios o sus votantes); para negociar (y no en lo que a ellos beneficie) y para 'ordenar' los recursos (que siempre son limitados). No sólo están obligados a conciliar posiciones sino que deben mirar hacia los valores centrales que comparten entre sí para encontrar salidas a problemas complejos, como el resto de profesionales. Carece de sentido que, mientras en las empresas se paga a los empleados por aportar soluciones y no por poner obstáculos, en política se mantenga en nómina a los señores-discordia; a los que abortan proyectos por venir de las filas contrarias; a los que sobreviven precisamente por encarnar el conflicto. Aunque nada produzcan en el sentido más estricto del término productividad y aunque no sean ejemplares sino todo lo contrario. Un político incapaz de lograr alianzas para eso del bien común es como un bombero que no quiere apagar fuegos o un barrendero que no sabe barrer.
Resulta obvio lo difícil del acuerdo, pero para eso están. Quizás no tengamos cultura del consenso o la mediación y sea preciso trabajarla. Lo que queda medio claro es que la divergencia es inherente al sistema y a la estructura social y que, si siempre lloviera a gusto de todos, no harían falta la mitad de instituciones.
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