Luciani

Ad Líbitum ·

Humanizó el papado, porque fue el primero en suprimir el plural mayestático, la silla gestatoria y la ceremonia de coronación con la tiara papal, por una simple investidura

Javier Pereda Pereda

Viernes, 9 de septiembre 2022, 00:43

La reciente beatificación del papa Juan Pablo I en Roma nos recuerda a una persona que cautivó al mundo entero. El cardenal Felici, desde el balcón de la Basílica de San Pedro, se dirigió al orbe con la fórmula protocolaria: «Annuntio vobis gaudium magnum». Primero ... pronunció el nombre secular: «Albinum Luciani», y acto seguido en genitivo: «Ioannis Pauli Primi». Nadie imaginaba que su pontificado sería uno de los más breves de la historia, con solo 65 años. La providencia lleva a curiosas coincidencias, como que este vicario de Cristo en la tierra ejerciera su misión durante 33 días; número que coincide con los años de vida del Señor. No obstante, fue un tiempo suficiente para dejar una impronta imborrable. Esta muerte repentina continúa siendo objeto de cábalas y teorías —insinuan el envenenamiento— que han sido desautorizadas por el Vaticano. Utilizó por primera vez un nombre compuesto, en señal de agradecimiento al legado de Juan XXIII y Pablo VI, quienes le nombraron obispo y cardenal, respectivamente. También innovó el uso del número cardinal ('Primero'); es el primer pontífice que nace y el último que fallece en el siglo XX. Aquel verano y otoño de 1978, será rememorado por la confluencia sucesiva de tres papas muy distintos, pero los tres santos: Pablo VI, Juan Pablo I y Juan Pablo II.

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El rasgo más destacado de su personalidad era la sonrisa, fruto de la alegría de sentirse hijo de Dios. Su porte bondadoso, cercano y amable le llevó a que se le conociera como «el papa de la sonrisa» o «la sonrisa de Dios». En casi todas las fotografías se refleja con un semblante sonriente y acogedor, pese a las dificultades y cargas de su trabajo, al servicio de la labor evangelizadora de la Iglesia. Con esa forma de comunicar, impregnada de una simpatía natural, se ganó los corazones de millones de personas, desde que pronunció sus primeras palabras a los asistentes congregados alrededor de la Columnata de Bernini. Hasta una niña, a los hombros de su padre, comprendió aquel mensaje del papa, porque se hacía entender por todos. Aquella sonrisa era el reflejo del alma, de un alma humilde, a la medida del Corazón de su Maestro. El lema de su pontificado, 'Humilitas', lo hacía realidad con el ejemplo, aconsejando una actitud paciente, de ahí que resultara una persona atractiva y querida. Nació en una familia sencilla que emigró a Suiza; le comentó a su padre, de ideología socialista, que quería ordenarse sacerdote; éste le aconsejó: «Espero que cuando seas sacerdote, estés del lado de los pobres, porque Cristo estuvo a su lado».

Sacerdotes de su diócesis testimonian que, cuando era obispo, no tenían que solicitar una entrevista previa; en ocasiones se reunían tres o cuatro en su mesa, porque su espíritu de servicio acogía a todos. Para atender a los enfermos acudía en bicicleta o se desplazaba hasta la montaña. Comentó a varios cardenales, antes de las votaciones, que si salía elegido papa renunciaría; tuvieron que convencerle para que aceptara. El papa Pablo VI le colocó su estola en la plaza de la Catedral de San Marcos, delante de veinte mil personas; confesó que jamás se puso tan rojo.

Humanizó el papado, porque fue el primero en suprimir el plural mayestático, la silla gestatoria y la ceremonia de coronación con la tiara papal, por una simple investidura. Benedicto XVI reconoce su memoria prodigiosa y que explicaba de forma simple lo más complicado. Sugiero releer uno de sus libros: 'Ilustrísimos Señores', una recopilación de cartas dirigidas a personajes ilustres o imaginarios: Jesús, David, Pinocho, Dickens, Mark Twain, Chesterton, Goethe, Péguy, Penélope… He vuelto a disfrutar con un artículo del cardenal Luciani en el 'Gazzettino di Venezia' (25.VII.78) —lo recomiendo—, sobre la llamada a la santidad «nel bel mezzo de la strada», en la oficina, en la fábrica…; porque allí nos hacemos santos a poco que hagamos el propio deber con competencia, por amor de Dios, y alegremente, para que el trabajo no se convierta en una «tragedia cotidiana», sino en una «sonrisa cotidiana». Mostraba su afinidad con san Josemaría Escrivá, a cuya tumba fue a rezar ocho días antes del Cónclave, y transcribía una cita: «¿Qué me importa a mí que un hijo mío sea ministro o barrendero? Lo que me importa es que se santifique con su trabajo».

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