Había apagado las luces de la terraza. Estaba pendiente del cerro San Cristóbal, por donde ella, como cada verano, tenía que aparecer. Durante los quince minutos que pasaron desde que empezó a mostrar su resplandor hasta que su sonrisa fue visible, repasé el saludo pleno ... de amor que le había preparado. Que no sirvió. Porque empecé por reprocharle su tardanza. Fue condescendiente. «Me satisface tu impaciencia. Señal de que te alegras de verme». Intenté arreglarlo diciéndole que la veía más delgada. «Zalamero. Eso es imposible. Llevo en el mismo peso una eternidad». Le elogié el color de su vestido, muy de moda. «Gracias. El naranja creo que me queda bien. Para el blanco jazmín siempre hay tiempo». Estuve de acuerdo. Ni la lorquiana luna de estaño ni tampoco la luna de plata que cantaba Mecano. Yo la prefería de mejillas de azafrán. Acicalada sólo para mí. Prorrumpí: veía a la Niña Mía más guapa, que la había echado tanto de menos que estaba nervioso como un adolescente. «Lo sé, tonto. Yo también estaba deseando que llegará el momento». Le expliqué que había torpeado por la frustración de que fuera una Cenicienta celeste de conjuro hebdomadario. Ojalá no se rompiere el hechizo al cambiar de fase. «Aprovechémosla. Y nos queda otra semana en agosto. No perdamos el tiempo en quejas». Nos pusimos al día de lo público. También de lo privado.

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La dejé que hablase. Me comentó que a pesar de los bandazos estaba orgullosa de cómo nos habíamos portado frente a la epidemia. «Lo de los maestros y los profesores ha sido un puntazo. Habéis trabajado como si no pasara nada. Aunque lo más importante es que vuestro esfuerzo ha devuelto la normalidad a las familias. Yo notaba el regreso de la tranquilidad cuando furtiva contemplaba por las ventanas otra vez las prisas en los desayunos y los deberes por la tarde». Se lo agradecí. «Y tu Atleti, campeón. ¡Una pena que España no ganara la Eurocopa! Pero hay equipo. Quizá el Mundial». Hablamos de política. Ella era más optimista que yo. La mesura que da la madurez. Salió el futuro. Las esperanzas. Y los sinsabores. «Te he tenido vigilado. ¿A ver si te crees que no te echaba un ojo?». Le contesté que la intuía anhelante, igual que yo, todas las noches. Me impidió que tornara a quejarme de la maldición de Marte, por la cual sólo nos era permitido ser amantes de estío. «Los celos y el despecho. El cruel no perdona que te eligiera a ti». Empezaba a alejarse. «Nos vemos mañana. Seré puntual. No te preocupes». Le pedí un beso arrebatado. «Claro. Acércate».

Saqué casi todo el cuerpo por encima de la barandilla mientras alargaba los brazos desesperadamente hacia su rostro. Dos policías municipales pensaron que iba a tirarme a la calle cual olivo suicida: el móvil, se me ha caído en el reborde; que tuviera cuidado, iba a matarme. En el cielo, ella se carcajeaba. Pero también me sonreía. ¿Enamorada?

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