Ese Cinema Paradiso existía en todos los pueblos de los años cincuenta y sesenta; era el espacio mágico compartido con nuestros padres en la infancia y conquistado con los amigos y amigas en la adolescencia
Ana Moreno Soriano
JAÉN
Sábado, 11 de julio 2020, 23:28
Hay muchas cosas que nos construyen como personas, pero, a veces, hace falta una sacudida para darnos cuenta y ponerlas en el frontispicio de nuestras emociones y, con frecuencia y por desgracia, eso ocurre cuando algo o alguien desaparece para siempre. Una de esas sacudidas ... ha sido la muerte de Ennio Morricone y el recuerdo de la película Cinema Paradiso que acertadamente ha vuelto a poner Televisión Española; ganó el Óscar a la mejor película de habla no inglesa en el año mil novecientos ochenta y nueve y, si bien la música no tuvo el reconocimiento de la Academia, sí tuvo el de millones de personas que acompañamos al protagonista en su viaje al pasado y descubrimos una historia de amor, perfectamente envuelta en la composición del genio italiano y de su hija Andrea. Han sido muchas más las películas en las que ha intervenido como autor de la banda sonora: baste recordar algunas como Novecento, La misión, Sacco y Vanzetti, aparte de sus westerns legendarios con el director Sergio Leone; son composiciones que hemos tarareado y silbado, que nos han acompañado a lo largo de nuestra vida trascendiendo incluso la película, aunque el compositor acompasara cada nota al momento, al paisaje y a la trama argumental. De este modo, Ennio Morricone ha cumplido su objetivo, en su larga carrera artística, de hacer de la música el mejor instrumento de comunicación y a través de ella, trasladar sus emociones y su forma de entender el mundo. Ha sido uno de los compositores más nominados a los Oscar, pero solo consiguió el primero en dos mil seis, cuando llevaba más de cincuenta años en el mundo del cine; a fin de cuentas, era un comunista en Hollywood y no iban a regalarle nada: obtuvo el Oscar Honorífico de la Academia, el mismo que recibió Kirk Douglas a sus ochenta años, después de haber protagonizado algunas de las mejoras películas de la historia, pero también había mostrado su compromiso político y su solidaridad con autores malditos de Estados Unidos en años difíciles. Morricone ganó un segundo Óscar con la película Los odiosos ocho, de Quentin Tarantino, en dos mil quince, y a estos galardones se han sumado otros muchos, el último el Premio Princesa de Asturias de las Artes, compartido con el también compositor John Williams, autor de la música de El violinista en el tejado, en mil novecientos setenta y uno -¿cómo olvidar Nuestro Pequeño Mundo cantando 'Si yo fuera rico'…?-, de La lista de Schindler, de Star Wars…
Pero, como decía al principio, la música y el cine están en nuestra memoria con anécdotas y detalles que se despliegan ante nuestros ojos, cuando evocamos un título o un fragmento musical y, hoy, de todos los títulos y las notas, me quedo con Cinema Paradiso, la historia de Alfredo y Totó en un pueblo italiano, donde el cine es un acontecimiento lúdico, social y cultural al que acuden todos los habitantes para compartir un rato de su tiempo, discutir y defender sus ideas, enamorarse y, sobre todo, embarcarse en las historias que se proyectan en la pantalla para, durante ese tiempo, vivir otras vidas, envueltas en música y palabras, aunque esas vida hayan sido aligeradas, por orden de la censura, de todos los besos que, al final, solo el protagonista, ya adulto, puede ver con melancolía en una sala de cine que ya no es la que era. Ese Cinema Paradiso existía en todos los pueblos de los años cincuenta y sesenta; era el espacio mágico compartido con nuestros padres en la infancia y conquistado con los amigos y amigas en la adolescencia: macizos de dompedros en la entrada, suelo de tierra, sillas de tijera y una gran pantalla; sin duda, el lugar de nuestra memoria que, años después, cantamos con Aute: «Cine, cine, cine, cine… más cine, por favor. Que toda la vida es cine y los sueños, cine son…» Gracias, Ennio Morricone, por hacernos soñar.
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