Unos niños miran las figuras del belén en un puesto navideño en Granada. Torres Molina
Crónica Granadinas

Mantecados y polvorones

«Bajábamos del Albayzín a Granada a buscar lo necesario para montar el portalico. Si a duras penas teníamos para comer, la premisa es que fuera a coste cero»

Sábado, 17 de diciembre 2022, 23:57

Escribir a estas alturas de la Navidad, parece incluso un poco trasnochado, si tenemos en cuenta que en Vigo encendieron las luces con la festividad de los santos y fieles difuntos, y que en los comercios los adornos y figuras se pusieron en los escaparates ... casi con la vuelta al cole. De seguir así, pronto comeremos mantecados y polvorones de vacaciones en la playa. Lo estamos adelantando todo, de tal manera que los mensajes nos llevan al gasto anticipado y, por lo tanto, duplicado o triplicado.

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En mis tiempos no se hablaba de Navidad, hasta el 8 de diciembre, día de la Inmaculada, fecha en la que empezábamos a poner el belén en casa. Bajábamos del Albayzín a Granada, buscando los elementos necesarios para montar el portalico. Mis hermanos y yo nos afanamos en ir haciendo figuras de barro, cogido de la margen izquierda del Dauro. Con nuestras torpes manos dábamos forma a la masa, que dependiendo de la zona del río donde la hubiéramos cogido, tenía un color de barro rojizo amarronado, o también podía salirte de un gris marengo casi negro.

No teníamos horno, así que con aquel sol de otoño que apenas calentaba, sobre un papel de periódico, las dejábamos secar en la ventana, a la espera de que una vez duras, se dejaran pintar convenientemente. Luego vendrían los colores a la acuarela, los remates y, una vez listas, comprobar con tristeza en el escaparate de Mariscal que sus figuras no tenían nada que ver con las nuestras, porque las suyas sí que eran figuras de barro en condiciones, para un belén o para lo que fuera. Porque sus bandoleros, gitanas, caballos y jacas eran de un postín de señorío nato.

Yo me quedaba embelesado en el escaparate, despachurrando la cara contra el cristal, pensando cuándo mis figuras se parecerían a las suyas, y cuándo mis casas hechas con planchas de corcho, y pintadas con lo primero que había por casa, se parecerían a las que tenía ante mis ojos.

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A coste cero

Si en casa a duras penas había dinero para comer, si queríamos montar un belén, la premisa de mis padres es que fuera a coste cero, y eso pasaba porque todo fuera realizado a lo Juan Palomo. La máquina de coser Alfa, a la que se le escondía el cabezal basculante, quedaba convertida desde el 8 de diciembre al 7 de enero, en la mesa repisa necesaria para exponer el misterio.

Listas las figuras de barro, algunas con caras, gestos y posturas más propias de la casa del terror, resuelto el portal, el molino y el castillo de Herodes, más el pozo, con el corcho ya referenciado, había que poner el musgo como base, asunto éste que requería de toda una tarde, en la que en compañía de otros, nos atrevíamos a bajar por el callejón de Santa Ana, a la margen izquierda del Dauro y arrancar de los filos y pegados a las piedras los trozos necesarios del musgo que, cuidadosamente transportábamos en un cubo de zinc, hasta colocarlos estratégicamente en el portalico.

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Para realizar las distintas alturas, veredas y caminos, además de las cuevas, nos íbamos a la estación del ferrocarril, y allí cogíamos de la escombrera, los restos del carbón calcinado, que, junto con la carbonilla, daban un aspecto de realismo al belén, difícil de conseguir en aquellos entonces, de manera gratis.

La estrella

Puesto que el nacimiento se ponía en el rincón del comedor donde estorbara menos durante tantos días, para dar el efecto de la noche, comprábamos en Costales, metro y medio de papel de embalar, de color azul azafata, que pegábamos a la pared con una masilla de harina, y sobre el que yo dibujaba con una tiza y poco acierto, la estrella de oriente que guiaba a los reyes, una media luna y un puñado de estrellas menores repartidas por aquella pared empapelada de noche oscura.

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Con los años fui perfeccionando la técnica, y las estrellas ya las recortaba de papel de aluminio y las pegaba en el papel con pegamento Imedio. Como no podía comprar el artilugio bomba que me permitiera dotar de agua natural el río, me acercaba hasta Cristamol, en la calle Álvaro de Bazán, y les pedía unos restos de los cristales que iban a tirar, que, colocados con cierto gracejo en el cauce del belén, daban por sus reflejos el aspecto de agua.

Belén viviente

Como no había dinero para comprar luces, yo le pedía al padre Marcelino de los hospitalicos tres cabos de vela, que, colocados a la distancia precisa sobre las figuras y las casas, al apagar la luz del comedor, daban cierta imagen de nocturnidad, durante unos instantes, aunque visto ahora desde la distancia, lo que de verdad daba la impresión era de una escena espeluznante de película de terror, por la fealdad de las figuras y todo lo allí expuesto. Mi belén era tan horroroso que ganaba mucho con las luces del comedor encendidas, o al menos, daba menos miedo. Si apagabas la luz de la casa y encendías las tres velas, seamos sinceros… era de infarto.

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Por aquellos días, ya las calles de Granada se hacían eco del sonido de unos villancicos y de los balidos de ovejas adiestradas para callejear sin miedo a perderlas.

Los Hermanos Obreros de María, salían cada tarde de su internado en la calle San Juan de los Reyes, revestidos los niños de pastorcillos, con zambombas, panderetas y carrañacas, envueltos por un rebaño de ovejas, anunciando con su cantar, la representación del belén viviente más famoso de la comarca: El que ellos representaban en su internado.

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