¿Qué dirán de mí? La preocupación por esta pregunta explica muchas actitudes políticas. Arranca de los prolegómenos de la transición. Se la hicieron quienes tenían afán de protagonismo, pero el entramado de valores que gestaron tuvo influencia en toda la sociedad. Crearon los ámbitos ... políticamente correctos que fueron las referencias colectivas.
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¿Qué van a pensar de mí? El asunto preocupaba al concernido, que ante todo quería quedar como una persona concienciada e incuestionable, una especie de líder desde su nacimiento. Los hubo en la derecha y en la izquierda, todos sintiéndose dignos de admiración.
Los de derechas, por razones históricas, económicas, familiares o por su vinculación al régimen siguieron siendo de derechas, manifestándolo con frecuencia, expresando cierta altanería respecto a la izquierda recién llegada, considerándola advenediza, sin formación ni capacidad de gobernar. A finales del franquismo se impuso la desideologización, el precario caldo de cultivo del que saltaron grupos de identificación diversa, que se decían conservadores, liberales, centristas, progresistas, democristianos, etc. todo ello sin enjundia, aunque libraran luchas cainitas
¿Qué pensarán de mí? Sin desarrollos ideológicos propios de tal nombre, les fue fundamental la afirmación social de su derechismo: que ellos no eran unos flojos y que seguían creyendo en lo de siempre, que no era el franquismo, aunque lo respetaban, pues formaba parte del río de la historia del que se sentían parte. Estos grupos fracasaron, pues no consiguieron que sus planteamientos sustentaran la transición.
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¿Qué dirán de mí? La misma pregunta saltó en las dehesas de la izquierda e hizo estragos, sobre todo cuando se apreció que el inmediato futuro tendría aroma progresista. Multitud de ciudadanos descubrieron que habían sido antifranquistas, al menos en la intimidad. Los que lo habían sido se adjudicaron el papel de héroes de la democracia, en general falsificando la historia, pues buena parte procedía del PCE y grupos antisistema, para los que la democracia (burguesa o formal) era un mal a superar. La moderación política no contaba en los años de las luchas fuertes (las que había o se imaginaban)
Para algunos llegó a obsesión. Se trataba de que dijesen que uno había sido siempre de izquierdas, incluso inventándose historietas inverosímiles e inverificables. La inventiva fue general y se dio por buena, pues no se trataba de negar en el otro lo que de pronto descubrías en ti. El resultado fue un imaginario sectario, cuyo propósito fue mostrar la elevada conciencia progresista contraída ya en momentos prenatales y mantenida siempre. Un par de anécdotas apócrifas bastaban. Habida cuenta de que la improvisación careció de formas ideológicas dignas de tal nombre, cuando se impuso como políticamente correcto este magma, el suelo de las percepciones predominantes quedó enladrillado de bravuconadas izquierdistas, desprecios a la derecha, tópicos progresistas de distinta especie, estigmas a quienes no se apuntaban a rojo o simpatizante de nacionalistas.
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¿Qué dirán de mí? Llegó a ser crucial fabricarse un pedigrí revolucionario. Llegaron a pensar que la libertad de expresión era sólo su opinión, progresista, pues la otra resultaba nefasta.
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