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La inteligencia artificial ha llegado con incuestionable éxito. Los comentaristas y presentadores de televisión se refieren a ella con veneración. En cuanto le atribuyan las victorias futbolísticas –todo se andará, si no se ha producido ya– quedará consagrada definitivamente.
Se extiende la impresión de que ... la inteligencia artificial es muy superior a la humana, convirtiéndose en una especie de espíritu paranormal, de consistencia mística, que se ha autonomizado ya y que nos considera (con razón) unos parias bobalicones, bien que de momento no quiere exterminarnos, salvo en alguna película de general admiración, en la que el espectador tiende a identificarse con los robots y no con esa humanidad compuesta por preadolescentes americanos, marines, agentes del FBI y ayudantes del fiscal del distrito.
Produce tal complejo la inteligencia artificial que no sería de extrañar que la siguiente generación esté compuesta por unos sujetos apollardados a la espera de lo que le dicten el ordenador o el móvil. Quedarán convencidos de que no pueden hacer nada por su cuenta y de que hasta para jugar al fútbol o ligar han de seguir las indicaciones de la inteligencia artificial, que es la buena, la que cuenta, no la suya.
Para evitar estas taras convendría que la investigación comenzara a profundizar en otras áreas, que evitarían los complejos y que nos podrían de nuevo en la vía del progreso: resulta imprescindible crear la gilipollez artificial, que también en esto las máquinas nos superen. Tan noble rama del saber científico elaboraría algoritmos que proporcionen respuestas absurdas y sin sentido, que propongan soluciones inútiles o lo enreden todo. Por ejemplo: mecanismos para cancelar el cambio climático que consistan en reuniones en sitios naturales que se contaminen por primera y definitiva vez cuando lleguen a motrollón los dirigentes mundiales para tratar sobre cómo combatir la contaminación. Así se cumplirá la máxima según la cual por donde pasan nuestros grandes líderes no vuelve a crecer la hierba.
Una característica destacada del gilipollas es su prepotencia y convencimiento de que está en la clave de todo, por lo que la gilipollez artificial le vendría de perlas, al incrementar la estupidez, esa costumbre de matar moscas a cañonazos, montar guerras para demostrar que puedes hacerlo, o resolver los despechos de amor en duelos, asesinatos y suicidios, en vez de hacerse el despistado y buscarse otro apaño.
Los algoritmos de la gilipollez artificial han de ser sofisticados, capaces de retorcer decisiones y lograr, por ejemplo, que algún sujeto se juegue la vida para hacerse un selfi, se enfade con sus amigos por amor a Pedro, y confíe en los políticos cuando aseguran que ganaremos el tren del futuro.
La gilipollez ha hecho mucho daño a lo largo de la historia, pero también ha contribuido al progreso por la necesidad de desarrollar la inteligencia que contrarreste al estúpido, siempre al acecho. Por eso la gilipollez artificial resultará decisiva para que no nos acomodemos y la inteligencia artificial tenga un estímulo para desenvolverse dejándonos tranquilos a los humanos.
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