La gran contradicción nacional consiste en el contraste agudísimo entre la ciudadanía normal y buena parte de sus dirigentes, que exhiben radicalidad. El ciudadano común tiende a la moderación, parece satisfecho del sistema constitucional y suele mostrarse contento de España y sus formas de vida. ... Sin embargo, de creer a buena parte de nuestros representantes, vivimos en un país abominable, al que es necesario crujir de arriba abajo, cepillándose ricos por doquier y sometiéndolo todos los días a un traqueteo irrefrenable para que nada quede en su sitio.

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Habida cuenta de que la ciudadanía elige a sus representantes, la razón por la que España se ha deslizado hacia la radicalidad es compleja. No depende de que el extremismo sea mayoritario. Sin embargo, existe un amplio grupo que, siendo minoritario, identifica la política con mandar los nuestros, considera abominable la convivencia y recrea constantemente el esquema amigos/enemigos. 

Seguramente el sector de recalcitrantes que añoran la guerra civil y las convulsiones perpetuas ha existido siempre pero ahora ha cogido breada y protagonismo, gracias al vaciamiento ideológico de los partidos del bipartidismo, su parálisis social e incapacidad de respuestas coherentes. A la radicalización ha contribuido también internet, convertido en el refugio de la expresión extremista, con un efecto acumulativo por la difusión de las mayores barbaridades. 

No solo es la existencia de una minoría radical la que pone a este país patas arriba. Contribuye decisivamente el aplatanamiento ideológico de las mayorías, sin ideas propias de tal nombre que propicien algún dinamismo. De ahí se derivan otros tres factores que propician nuestra caída a los abismos del extremismo.

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En primer lugar, a los partidos que representarían sociológicamente la mayoría moderada, les interesa ante todo el poder, por lo que no están dispuestos a pactar entre sí.

Segundo; suplen su indigencia ideológica con expresiones continuadas de aborrecimiento mutuo, radicalizándose sobre naderías. No sostienen posiciones especialmente encontradas sobre ningún asunto crucial (estado de bienestar, Unión Europea, etc), pero magnifican cualquier discrepancia mínima recargando su postura para demostrar alguna personalidad. 

Por último, sus ansias de poder los llevan a coaligarse con el radical que tienen a su vera, que sí tiene programa rotundo y que se lleva al huerto al moderado sin ideas.

La fragmentación política y la afición a jugar con fuego hace que el extremismo ponga a la mayoría sobre las brasas, donde se va asando de forma lenta.

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 Otra cuestión es la razón por la que resulta más fácil que las sociedades, incluso civilizadas y moderadas como la nuestra, adopten formas intransigentes y regresivas que dan por buena la intolerancia y les cuesta tanto recorrer el camino inverso, el que lleva desde la obcecación hacia el pluralismo democrático

En esto conviene no engañarse. Desgraciadamente conocemos más casos de gente aparentemente normal que se metió a intolerante que radicales que se moderasen siquiera por efecto de la edad (buena parte de los intransigentes deseosos de que esto reviente están ya jubilados). El extremismo tiene una extraña capacidad de fascinación.

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