Nuestra enseñanza tradicional incluía la 'historia sagrada', sobre la intervención divina en los asuntos humanos. Contaba la historia de los judíos como pueblo elegido, hasta llegar al Nuevo Testamento y ampliarse el ámbito de preferencias divinas, extendidas a los cristianos en general y a los ... católicos en particular. En aquella historia rondaba también la idea de que Dios nos tenía particular estima a los españoles, gracias a nuestra fe profunda y a nuestra afición a defender al Dios verdadero, los santos y el Papa. Contaba también la obsesión misionera, tarea para la que, se deducía, estamos muy bien dotados. Y además estaba la propensión patria al martirio, ese gusto nacional por dar la vida para sostener las auténticas creencias.

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Aquella historia sagrada tenía algo épico, ente serpientes tentando, fratricidios, adulterios, asesinatos, traiciones, venganzas, castigos divinos, idolatrías, etc. Todo debidamente justificado y objeto de veneración –incluso cuando Abraham se va al monte a matar a su hijo, barbaridad que nos parecía heroica–.

En cambio, la historia 'profana' resultaba una vulgaridad. Unos reyes grises y ambiciosos se hacían la guerra hasta llegar a los Reyes Católicos que empezaban a enderezar las cosas, seguidos de reyes ilustrísimos pero sosos y con validos, que nos echaban a perder. Recuperaba algo el aire cuando se les daba caña a los franceses, pero seguía un lío de liberales raros, carlistas con barba y desastres sin cuento. Tras lo de Cuba el pasado se diluía, quedándonos atrapados en el tiempo. Todo daba en turbio y garbancero, nada comparable a las emociones de la historia sagrada, que conllevaba su lección moral entre incestos, homicidios, genocidios, traiciones y amancebamientos, no siempre identificándose el mal con el delito: todo dependía de la voluntad divina.

Hoy todo ha cambiado. Socialmente la historia sagrada ha desaparecido. Lo que era historia profana se ha convertido en una compleja explicación del pasado. Sin embargo, públicamente ha dejado de contar, interesando sólo a los profesionales.

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Y, sin embargo, en los discursos públicos, afirmaciones políticas e interpretaciones mediáticas abundan las versiones del pasado. Alejadas de lo que estudian los historiadores, tienen utilidad ideológica.

Sorprendentemente, la historia que se divulga adquiere la naturaleza de historia sagrada. El pasado se convierte en la expresión de fuerzas doctrinales o identitarias, de acción salvadora.

A veces, el espíritu de la nación guía a la sociedad. Adquiere un vigor místico, una energía a la que deben plegarse las acciones humanas.

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Algo parecido sucede con interpretaciones que parten de la lucha de clases y han evolucionado, por la vía del simplismo dogmático, desde sus orígenes materialistas hasta idealismos que subliman a algunas fuerzas sociales, cuya futura victoria, equiparada al triunfo del bien, resulta inevitable. Todo adquiere un aire metafísico, espiritual.

Las versiones del pasado se han retorcido y cambiado. Narran las glorias de la nación y su resurgimiento; o los sufrimientos de los progresistas y cómo se van imponiendo. Todas las historias sagradas, antiguas y actuales, hablan de sufrimientos, pero también de la futura llegada al paraíso.

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