La guerra de Ucrania venía a confirmar la visión apocalíptica que durante las últimas décadas abunda en los imaginarios sociales. Diversas circunstancias favorecen estos recelos metahistóricos: la experiencia colectiva del aislamiento provocado por la pandemia; los avances de un cambio climático sobre el que no ... parecen hacer mella los esfuerzos internacionales para impedirlo; la sensación de que se suceden sin solución de continuidad las crisis económicas o la creciente radicalización política…
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La idea del apocalipsis final forma parte de las tradiciones culturales, se actualiza periódicamente y alcanza particular difusión los últimos tiempos. La literatura y el cine recrean situaciones diversas que describen algún final del mundo, con distintas versiones con las que estamos familiarizados. El fin del mundo se ha convertido en un artículo de consumo. Este concepto terminal y el vocabulario apocalíptico forman parte del discurso difundido por los medios de comunicación. Sea el Brexit, el mantenimiento de la guerra en Siria, Libia o Ucrania, la emergencia de China como superpotencia, la crisis migratoria, etc., quedan representadas siempre en términos dramáticos, entremezcladas con la posibilidad de la colisión de un asteroide o con los estragos causados por la introducción en un ecosistema de especies invasoras.
El apocalipsis, un concepto antiguo, parece reverdecer como los tiempos medievales. Una humanidad de 8.000 millones de personas, de un tamaño nunca conocido y con adelantos tecnológicos impensables pocas décadas atrás, cree en la posibilidad de un inminente colapso, un concepto hoy de uso habitual.
Sin embargo, esta imagen del apocalipsis repetido y multiusos se va vaciando y pierde el sentido histórico. Si cualquier acontecimiento evoca una crisis final, la recreación acaba teniendo un efecto adormecedor.
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El retorno conceptual del apocalipsis tiene razones muy diversas. En el trasfondo subyace la existencia de un potencial destructor desconocido en otras épocas –armamento nuclear, pero también los peligros radioactivos derivados del uso civil de esta energía–, los avances del cambio climático, la imparable desertización, el boom demográfico de las últimas décadas, etcétera. Sin embargo, influye el término de los optimismos derivados de un progreso económico que desde comienzo de los años noventa duró casi dos décadas, así como el final de la creencia de que se habían superado las grandes disensiones históricas, junto al conocimiento de que, como demostró la pandemia, la humanidad no es inmune a las amenazas que tienen que ver con el medio natural. La reaparición de graves crisis bélicas, el incremento de la violencia terrorista, la sucesión de crisis económicas tras un periodo de prosperidad y la persistencia de situaciones sociales críticas en muchas regiones del mundo construyen los imaginarios apocalípticos.
No es la primera ocasión en que la conciencia apocalíptica informa las construcciones culturales, pues la noción del apocalipsis ha sido una parte habitual de las ficciones humanas. Por eso resulta conveniente situar los distintos acontecimientos en su contexto actual, de origen histórico, sin atribuirles una transcendencia terminal. Como sucedió en otras culturas, nada indica que las crisis del mundo actual sean las del fin del mundo.
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