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Proliferan las llamadas a la deportividad y a desterrar la violencia en el deporte. Se toman medidas para los partidos de fútbol 'de alto riesgo', hay campañas contra los delitos de odio, pero todo parece fallar, incluyendo las amenazas de castigos para las aficiones violentas. ... Nada funciona. ¿Un partido es la mera ocasión para soltar instintos agresivos? ¿El anonimato de la masa incentiva el odio y confiere la sensación de que cabe agredir al adversario convertido en enemigo?
Lo asombroso del caso es que en el fútbol se produce en todos los niveles. No sólo sucede entre las hinchadas ultras del fútbol internacional, cuando decenas de hinchas tienen que ir escoltados a los campos, no para protegerlos sino para proteger a los demás de su ferocidad amenazante, despropósito que se contempla con normalidad. También en buena parte de los campos nacionales se perpetran delitos de odio, con gritos racistas bochornosos, sin que las reiteradas llamadas de atención lo impidan, ni los equipos concernidos tomen las medidas drásticas que el sentido común exige.
La semana pasada un grupo ultra del Málaga, autodenominado Frente Bokerón, se desplazó más o menos de incógnito a La Coruña, donde de entrada destrozaron un bar junto al estadio Riazor, objetos de mobiliario urbano, cristales de coches aparcados, todo porque querían enfrentarse contra sus colegas de descerebramiento, de nombre Riazor Blues. La policía impidió que las hostilidades llegaran a mayores.
Es una violencia estúpida, no sólo gratuita, y atajarla constituye una prioridad. En Bilbao se presume de afición modélica, pero los radicales de turno fueron a Roma y lanzaron bengalas al público local, que se habrá quedado con la idea del bilbaíno como gilipollas peligroso.
La agresividad estalla incluso en los niveles inferiores, en los que cabría pensar que no hay odios acumulados ni rivalidades enconadas, ni da para grupos ultras. La crónica del partido jugado en Peligros entre el equipo local, Vandalia, y el Motril, en juveniles, Segunda división de Andalucía, los enfrentamientos fueron de órdago, a juzgar por el relato y las imágenes. Hubo una pelea campal, patadas en la cabeza… El motivo: expulsaron a un jugador del Vandalia, que había agredido a uno del Motril. Se armó una trifulca de cuidado, en la que al parecer destacó el padre del expulsado, por lo que se ve un gran educador. Las dos aficiones, formadas fundamentalmente por familiares de los jugadores, pasaron a las manos.
Resulta difícil imaginar qué tienen en la cabeza los padres que animan a sus hijos a practicar deporte, algo tan loable, pero que están dispuestas a pelear por sus criaturitas.
Afortunadamente las direcciones de los equipos, incluyendo el Vandalia, estuvieron a la altura cortando por lo sano, expulsando del equipo de forma «definitiva y fulminante» al jugador que empezó todo, quizás de agresividad irrefrenable, futbolista-pugilista.
No aclara la noticia si al padre/padres se les impedirá entrar nunca a un espectáculo deportivo. Quizás seguirán entendiendo que el deporte es para batallar por el hijo demediado.
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