El populismo se ha convertido en la principal amenaza para la democracia. Sin embargo, siempre figura como una responsabilidad de otros, algo ajeno. Sirve para echar balones fuera, sea la izquierda clamando contra el populismo de derechas, sea la derecha para estremecerse con la izquierda ... populista, montada en el bolivarianismo.
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Entre nosotros, el populismo sirve para vilipendiar al contrario. Contribuye a la retórica autocomplaciente y se convierte en arma política, para descalificar, pero no se entiende como un problema propio. Sin embargo, tiene importancia, no es una gripe. En 2020 aproximadamente un tercio la población mundial vivía bajo gobiernos populistas –en estos no se incluyen dictaduras de otro perfil–.
El fenómeno viene de atrás, pero arrecia desde la segunda década del XXI, cuando en algunas democracias occidentales se cuestionaron consensos sobre el pluralismo y la división de poderes. En Estados Unidos triunfaba el populismo de Trump, que puso en peligro el normal funcionamiento de la democracia más antigua. En el este de Europa, Polonia y Hungría, miembros de la Unión Europea, seguían una evolución autoritaria, con gobiernos populistas de derechas. El Brexit fue acompañado por argumentaciones populistas.
En otros lugares del mundo triunfaban populismos que cuestionaban conceptos democráticos, como en Turquía, Brasil, India, Indonesia, Filipinas o México. Algunos evolucionan hacia el autoritarismo. El populismo se ha convertido en el movimiento con mayor capacidad de condicionar los funcionamientos democráticos.
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El populismo suele relacionarse con una reacción de sectores que se sienten perjudicados por la globalización. Su auge comenzó con la crisis de 2008, por lo que sería además una consecuencia de los apuros económicos. Sin embargo, algunos populismos han surgido en países prósperos y no entre sectores desposeídos. Al parecer, influye más la inseguridad cultural –sentirse amenazado por los inmigrantes, por ejemplo– que la incertidumbre económica, que sin embargo es su telón de fondo.
Los brotes populistas se enmarcan en las transformaciones producidas en las últimas décadas, cuando se han diluido las ideologías tradicionales. Pueden ser desplegados desde la izquierda, presentándose como socialistas, radicales y anticapitalistas; o por la extrema derecha, sosteniendo la imagen (o nostalgia) de una nación homogénea y culturalmente segura.
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En este esquema el pueblo está en conflicto con las élites (tildadas de corruptas), los inmigrantes, las minorías, etc. No busca soluciones integrales a las cuestiones generales, sino a un problema identitario, sea por la vía del control del emigrante, sea mediante la secesión que permitiría la eliminación cultural del diferente. Los hay por la izquierda, pero en los países avanzados predomina el populismo de derechas. La oferta de estabilidad, orden y tradición se pone al servicio de los recelos con los inmigrantes, sobre todo si presentan grandes diferencias culturales: la del islam se ve como una amenaza para la civilización occidental y la cultura nacional.
El populismo crea crispación. La costumbre de manifestar el desprecio absoluto del contrario, suponiéndole moral y políticamente ilegítimo, proporciona el caldo de cultivo de las derivas populistas.
Quizás el populismo no es un fenómeno lejano y ajeno.
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