Llega el sábado, el primero de julio y el primero de una larga hilera de vísperas de domingos en los que el regreso a Granada desde la costa se convierte en un infierno. Un infierno pequeño, en miniatura, de duración limitada y en cuyos márgenes ... caben infiernos de verdad, infiernos que le hacen a uno dudar de si vale la pena todo esto, infiernos como recordar, de repente, que al volver de la compra has olvidado la caja de cervezas en el suelo de la cocina y ahí te está esperando a 32 grados, como una puñalada en el centro del corazón.
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Digo que la vuelta a Granada desde la costa la tarde de los domingos es un infierno pequeñito, al alcance de la mano, que no necesita de ninguna lucidez malévola para visitarlo. Basta con demorar la hora de salida el tiempo suficiente para coincidir con las otras dos millones de personas que han decidido pasar el fin de semana o el domingo en las playas y han de volver a la emoción de la rutina semanal que se estrena cada lunes. En una época en la que el individualismo campa a sus anchas, en la que aislarse de los demás se ve como una conquista, resulta conmovedor que dos millones de personas se pongan de acuerdo para hacer algo a la vez.
Confieso que me estresan mucho esos atascos. Ha habido veces que he adelantado tanto el regreso de los domingos que a las ocho de la tarde del sábado ya estaba en Granada. Otras veces he probado a retrasar la vuelta hasta el último minuto, apurando, apurando, pero a mis jefes no les ha gustado que empiece a trabajar el martes. Qué sabrán ellos. Una vez, el miedo al colapso circulatorio a la altura de Ízbor me llevó a quedarme en casa el fin de semana. A las ocho de la tarde me invadió una taquicardia de tal calibre imaginándome la cola de coches que acabé en el Clínico comiéndome dos horas de espera en urgencias. He probado a subir por la carretera de la Cabra, a volver por la antigua carretera que pasa por el azud de Vélez y atraviesa el viejo puente de Tablate, Talará, Béznar y otros pueblos de rica gastronomía y mejor paisanaje. También se atoran. No soy el único listo. He buscado recorridos alternativos, viejas calzadas romanas, dar la vuelta por Málaga o comprarme una avioneta, pero ninguna solución me acaba de convencer, ni siquiera la de veranear en febrero. El atasco siempre está ahí, buscándome, siguiéndome, como la pobreza a Neruda.
Ahora la DGT ha recuperado los conos para añadir un tercer carril a la operación subida. Los conos, los añorados conos de nuestra juventud. A uno le agarra la nostalgia y se pregunta si no será el cono una baliza cósmica, un monolito como el de Kubrick. Y ya saben lo que gritaba Pumares: «¡El monolito es Dios!».
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