Se nos ha muerto esta semana Carmen Sevilla y en las elegías nadie ha reparado en gastos para reivindicar su belleza inapelable. Raro. Los tiempos que corren predisponen una corrección política que no deja espacio para que un rasgo así, el de la belleza, descolle ... cuando se trata de glosar la figura de una persona, más aún cuando hablamos de una mujer. En el caso de Carmen Sevilla, sin embargo, al lado de las alabanzas a sus dotes dramáticas, que las tenía, o a las andanzas televisivas en el crepúsculo de su larga trayectoria, las proclamas a su belleza me han resultado tan justas como insólitas. Extemporáneas, según el diablillo que me susurra al oído (y me pellizca un huevo) cada vez que se me ocurre escribir en masculino genérico o utilizar el adjetivo negro aunque sea para describir un escarabajo.

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Veo dos maneras de explicar esta grieta abierta en la tiranía de esa corrección política que tantas veces impide ahora llamar a las cosas por su nombre, hasta empujarnos a un adulterado lenguaje de cartón piedra. La primera es que como la muerta era una señora antigua, como tal había que referirse a ella, empleando una terminología antigua, anacrónica y, en definitiva, casposa y ofensiva con las mujeres. Había pase pernocta para llamarla guapa. La segunda, que su belleza era tan categórica y apabullante que no referirse a ella habría sido como describir el Taj Mahal aludiendo a los aseos del recinto.

Me da igual. La cuestión es que ha muerto un milagro. Una mujer de una belleza fuera del tiempo. Su rostro le habría cortado el aliento a Bahamontes cuando ganó el Tour hace más de sesenta años y si hoy en Bilbao le arrimas a Pogaçar una foto de Carmen Sevilla en todos sus tronos, se cae de la bici. Es lo que tenía y tiene la belleza. Su búsqueda y su pleitesía mueven el mundo y nos humanizan. Sthendal sufrió palpitaciones y vértigos cuando contempló la basílica de la Santa Croce de Florencia. Sintió que la vida se le agotaba, abrumado por tanta belleza. Carmen Sevilla debió llenar los ambulatorios. A la limpieza de sus facciones añadía una cualidad inasible: el misterio de la gracia.

Algunos atributos del carácter son difíciles de explicar. Pasa con la malafollá. Se la intentas definir a un forastero y acabas hecho un lío. Entonces recurres al comodín del ejemplo. «Malafollá es fulano, el camarero que nos ha atendido, ¿lo entiendes ahora?». Si alguien en este mundo ha encarnado la gracia, ese don indescifrable que no siempre corre paralelo a la hermosura, ha sido Carmen Sevilla, bella entre las bellas. Y luego está lo de Brad Pitt, pero me he quedado sin espacio.

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