Discos de Melendi

No sé qué basura de cine habrán visto las dos protagonistas de esta historia, pero se le llevan a uno los demonios cuando, Navidad tras Navidad, en la tele no dejan de programar la fábula esa de James Stewart y su ángel en busca de unas alas en lugar de emitir las andanzas de Tessio y Clemenza por las calles de Brooklyn. Buena persona. Claro, qué va a decir, ¿la verdad? «Con eso no tengo ni para pagarme los autónomos de matón». Lógico que prefiriera el recurso de una blandenguería sobrevenida para justificar la espantada.

La cerebro (¿o es cerebra?) del plan pensó primero en un sicario oficial y buscó en el colegio profesional correspondiente, pero le dio un jamacuco al enterarse de las tarifas que se aplican en esos trabajos, así que recurrió a la amiga, vamos, a la chapuza de siempre con tal de ahorrarse el IVA. Y la camarada que sí, que dame el veneno que yo me encargo, y con el poison traspuso a Valencia a impartir justicia. Accedió al lugar de trabajo del premuerto, lo saludó y entablaron una animada conversación que duró tres horas. Error de principiante. Cuando se va a matar, las palabras estorban. Se mata y punto. Sé de lo que hablo.

Le pasó como a esos delanteros que fallan los goles por pensar demasiado. Tú dispara y luego pregunta. Y si te contestan, dispara otra vez. Pero no. La aprendiz (¿o es aprendiza?) de criminal dudó. Y el diablo está en la duda, además de en los detalles. Que si hay que ver lo de Begoña, que si veremos las pruebas que aporta Aldama, que si cuánto facha hay en la judicatura, que si Mbappé es más malo que estornudar con diarrea, y demás asuntos banales que la distrajeron del asunto que la había llevado allí, que era liquidar al tipo, cobrar y tener una buena historia que contar.

Ahora deberá acarrerar toda la vida con su fracaso y la sensación equívoca de si dejó con vida al fulano aquel por su cara de buena persona o porque, por ese dinero, la única manera de matar a alguien es poniéndole discos de Melendi.