El protocolo indicaba que no se le podía dirigir la palabra ni tampoco mirarlo. Lo primero, supongo, para no distraerlo, para no interferir el curso de sus profundas meditaciones con banalidades del estilo «pues parece que se ha metido ya el calor y a base ... de bien». Lo segundo, intuyo, para prevenir un cruce de miradas fortuito que lo incomodara o, simplemente, para evitar la posibilidad de que una mirada demasiado intensa lo erosionara hasta reducirlo a cenizas.
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He tenido que leerlo varias veces para creerlo. Incluso he intentado hablar con el compañero que firmó la pieza en el periódico de ayer pero no lo veo. Se habrá levantado a mear. La escena es más propia de una novela de Le Carré o digna de un alto dignatario norcoreano, incluso del querido líder. Pero nada de eso. Quien ha exigido ese estricto protocolo de protección sensorial ha sido Bob Dylan, aquel viejo trovador de los derechos civiles, que en su visita a Granada ha vuelto a deleitar a sus devotos y a evidenciar que la genialidad y el sentido común andan reñidos con cierta frecuencia.
El conductor que lo llevó desde el hotel hasta el escenario no debía hablarle ni mirarle. Después, en el concierto, Dylan requisó los móviles de todos los asistentes como un profesor gruñón (Sergio del Molino) igual que José Tomás no quiere, bajo ningún concepto, que se televisen sus esporádicas apariciones en el ruedo.
Decía Rafael de Paula que el Espíritu Santo no se aparece en televisión. Dylan debe pensar que los teléfonos móviles amenazan sus rimas y que la comunión que busca con sus feligreses colisiona con la tentación del selfie y el vídeo para demostrar que han estado allí. Es un lugar común que tras la visita de una de estas deidades de la música se deje constancia periodística de los caprichos que ha dejado a su paso. Que si usó doscientas toallas, que si pidió almohadas con plumas de ocas sacrificadas en días de luna llena, que si exigió plátanos de catorce centímetros… y otras cosas de este tenor. Dylan no ha sido una excepción. Ha sido una explosión de extravagancia mística.
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Los intentos de fotografiar a Salinger, que convirtió su anonimato en una obsesión hasta el punto de obligar a sus editores a retirar su fotografía de las solapas de la obra que lo hizo inmortal, proporcionaban argumentos para novelas de intriga. Tampoco suele haber fotografías de los capos de la mafia, que acaban pareciendo todos apacibles jugadores de dominó. Me aterra pensar en qué hubiese pasado si el conductor llega a girarse dentro del coche y, con los ojos fijos en Dylan, le hubiese espetado: «Mira, chato, aquello es la Chana, se tapea de cojones».
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