Mayúsculas y minúsculas
De pronto, la fecha de nacimiento dejó de servir. Había que añadirle una letra. Más tarde, una mayúscula. Después, una minúscula también. Luego un símbolo raro
Manuel Pedreira Romero
Viernes, 10 de noviembre 2023, 21:59
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Manuel Pedreira Romero
Viernes, 10 de noviembre 2023, 21:59
La vida era un pasar plácido con escasas emociones hasta que nuestro año de nacimiento dejó de servir como pin. Durante años fuimos dichosos sin saberlo. Habitábamos el paraíso de las cuatro cifras pero no éramos conscientes y vivíamos como si ese sosiego fuese a ... durar siempre. En un alarde de ingratitud, nos enfadábamos por nimiedades como un despido laboral, una ruptura matrimonial o que nuestros hijos dejarán de hablarnos. Éramos los zombis de la contraseña corta, de la clave sencilla que remitía invariablemente al año en que nacimos. No había olvido posible. Afrontábamos cada contraseña sin la menor inquietud y me consta que había fulanos que abrían los brazos como Bellingham nada más introducir el pin de siempre, el de toda la vida, el del mismo número que luego figuraría tallado en el mármol de nuestra lápida.
Un día se jodió el asunto. Se jodió mucho. Tanto que algunos están por lanzarse a la tumba de cabeza. Sucedió cuando nuestra personalidad digital empezó a ocupar tanto espacio que desplazó a la analógica, la de carne y hueso, hasta reducirla a un mal necesario. Y entonces, los expertos de la cosa comenzaron a construir una armadura para protegernos, añadiéndole piezas sin parar. Y ahí seguimos.
De pronto, la fecha de nacimiento dejó de servir. Había que añadirle una letra. Más tarde, una mayúscula. Después, una minúscula también. Luego un símbolo raro. Descubrimos que nuestro apellido daba error y la máquina amenazaba con bloquearse. Aparecieron los gurús de las contraseñas, los inquisidores del 'password' facilón, técnicos que señalaban con dedo de institutriz los errores flagrantes que cometíamos y el riesgo de que nuestra desidia le abriera las puertas de par en par de nuestras vidas y haciendas a piratas informáticos y sádicos de toda laya. Pero el drama no fue que tuviésemos que improvisar una clave que dejaba en mantillas a los jeroglíficos de Tutankamon. No. La tragedia fue que empezamos a darnos de alta en páginas, servicios, bancos, instituciones, tiendas y plataformas y cada una de ellas nos exigía una de esas contraseñas dificilísimas de escribir y directamente imposibles de recordar. Solo entonces supimos que todo eso había sido el principio, que quedaba lo peor. Porque en una maniobra del maligno, un día apareció un mensaje en la pantalla que anunciaba la próxima caducidad de la contraseña, y advertía de que la nueva no podría parecerse ni por asomo a la anterior. Y en un susurro recordamos aquel número rotundo y sencillo, 1973, antes de lanzar el móvil por la ventana con nosotros detrás.
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