La mayoría de edad no tuvo nada que ver con poder votar, ni con sacarme el carné de conducir ni con el advenimiento pleno de mi responsabilidad penal. La mayoría de edad llegó el día que salí a la calle con una tarjeta de crédito ... en el bolsillo. Se acabó aquello de esperar a que mi madre abriera el monedero para darme un billete. Ahora mi madre era el cajero automático, servicial y disponible las 24 horas, siempre dispuesto a darme lo que le pidiera y sin más reproche que el recibo que salía por la ranura. Maravilloso.
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Han pasado los años y los cajeros han entrado en una decadencia irremediable. Los bancos se esfuerzan en darles otros usos, como recargar tarjetas telefónicas, ingresar efectivo, pagar impuestos y multas, enviar dinero al extranjero, comprar entradas para Saiko, pedir pizzas o consultar el resultado de nuestra última colonoscopia, pero ya les digo que esos artefactos tienen los días contados, igual que todos nosotros. ¿Por qué? El dinero en efectivo ha pasado de ser un bien preciado del que uno presumía con la cartera gorda a una presencia fantasmal en algunos monederos, como el de mi mujer, que la última vez que fue a un cajero era del Banco Urquijo. Hace bien en no molestarse en buscar un cajero, total, si en algún momento, antes o después, ya iré yo.
Los billetes, no digamos ya las monedas, serán pronto vetustas piezas de museo. Quien saque de la cartera 90 euros para pagar en el Mercadona se arriesgará a ser acusado de mafioso, sionista, pederasta y amigo de Koldo. Yo soy un antiguo. También para eso. Aún me siento raro cuando descubro que solo llevo un billete de diez euros en la cartera. Miro a mi alrededor con la vergüenza de ser pillado en falta. Más o menos como si hubiese salido a la calle en pijama o con un huevo al aire. Y hasta que no llego a un cajero no encuentro alivio.
La tarjeta se utilizaba antes para grandes gastos. A nadie se le ocurría pagar con tarjeta una barra de pan. Ahora se usa hasta para comprar gusanitos. Un gusanito. En Aldeire, que no es Pontevedra sino el Marquesado, están como locos con su cajero automático. Nunca han tenido uno y ahora se hacen selfies con él. Ya no han de trasponer a La Calahorra o a Guadix para sacar dinero y pueden ir al supermercado, al bar y a todos esos sitios donde no ha llegado la revolución del TPV. En Portas, que sí es Pontevedra, el ayuntamiento amenazó con un día de luto oficial si cerraban la única sucursal bancaria del pueblo y el alcalde se encadenó a la puerta de la oficina y llegó a dormir en el cajero. En Aldeire, por fin, ha irrumpido el pasado. Allí los billetes resisten y los datáfonos, mientras, se hacen el muerto.
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