La Guardia Civil ha detenido a una banda que se dedicaba a robar lebrillos de cerámica antigua por toda la provincia. Los forajidos husmeaban por el exterior de las viviendas, se asomaban a los muros y oteaban por las cancelas hasta que un par de ... cacos saltaba la tapia y otro ladrón les esperaba con el coche arrancado escuchando a Los Chunguitos. Mi primera reacción al leer la noticia fue de sorpresa porque desconocía la elevada cotización de los lebrillos en el mercado negro, con piezas que alcanzan los mil euros. Lamenté mi procedencia urbanita. La mía y la de unos ancestros que en lugar de lebrillos lo más valioso que han podido dejarme en herencia es un bonobús. Más tarde reparé en la palabra lebrillo y advertí que ha caído en desuso y que suena a castellano antiguo, rural, polvoriento y sabio. Dudo mucho que cualquier alumno de la ESO, en especial de ciudad, conozca el significado de esa palabra. De esa y de otras muchas que sucumben día tras día apabulladas por el paso del tiempo. Recordé la frase de Wittgenstein, que sostenía que los límites de su mundo lo marcaban los límites de su lenguaje, y sin adentrarme en honduras filosóficas para las que me faltan, a manos llenas, talento y dedicación, lamenté el inexorable encogimiento de nuestros mundos al menguar el vocabulario que manejamos.
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Cada año recibimos con alborozo las nuevas palabras que la Real Academia incorpora al diccionario pero no leo por ningún lado los obituarios por las que mueren. Palabras como predio y galpón, que escuché hace tres lustros en la boca de un argentino que me estaba dando las señas para llegar a un lugar que no era capaz de encontrar en Córdoba, la de allá. Predio, galpón. Maravillas de un idioma que pisa el acelerador hacia la mediocridad. No caerá, porque es un gigante, pero pierde vigor y prestancia.
Cortázar lamenta en Rayuela la desaparición de las palabras perdidas de la infancia, escuchadas por última vez a los viejos que se van muriendo. «Pienso en esos objetos, esas cajas, esos utensilios que aparecen a veces en graneros, cocinas o escondrijos, y cuyo uso ya nadie es capaz de explicar». Los lebrillos de cerámica granadina y de barro van dejando paso a las palanganas de plástico. Sobreviven como adornos, soldados de fortuna de un tiempo que ya no es el suyo. Pronto desaparecerá también la palabra, y cuando los herederos vayan al cortijo a hacer limpieza nadie sabrá el nombre de ese 'artefacto' y para mencionarlo habrá que señalarlo con el dedo. Mientras, llegan palabras nuevas, ciberacoso, criptomoneda, webinario… y una vieja que vuelve con furia al candelero y que me tiene loco: amnistía.
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